La obsolescencia programada es esa práctica que utilizan algunos fabricantes para determinar el fin de la vida útil de los productos que fabrican, de modo que tras un periodo de tiempo previamente calculado  estos se tornen obsoletos, no funcionales, inútiles o inservibles. Esta práctica que básicamente se utiliza para generar necesidades constantes en nuestra sociedad y obligar así a una renovación constante de la mayoría de los elementos de nuestra vida diaria, tiene el objetivo de que la economía de mercado no se venga abajo. Es un drama para el medio ambiente y para nuestro planeta entre otras muchas cosas, pero bien pensado podría tener su utilidad dentro de la Iglesia.

Y es que uno de los principales problemas de la Iglesia es precisamente todo lo contrario: su anquilosamiento en estructuras y formas del pasado que en muchas ocasiones se remontan a varios siglos de antigüedad. Estas estructuras, que en su momento nacieron como respuesta a una circunstancia histórica concreta a la que la Iglesia debía dar una respuesta, se han quedado adheridas a la institución y han sido asumidas como algo inherente a su propia naturaleza cuando en realidad no lo son.

Rituales, liturgia, sistemas organizativos, ornamentos, música, iconografía, órdenes religiosas, movimientos, lenguaje… son algunos ejemplos de que la Iglesia, que en su día fue una institución viva y flexible, con una original creatividad para adaptarse a las circunstancias que la rodeaban, se ha vuelto una institución con muy poca capacidad de reacción y de adaptación ante los desafíos con los que se encuentra hoy en día.

Parece que la salvaguarda de la tradición y de la historia está por encima de la urgencia de dar una respuesta al hombre de hoy en día en sus problemas y necesidades. Cuidar la originalidad del mensaje de salvación de Jesús y mantener firmes los pilares básicos de la fe no debe estar reñido con la capacidad de ver y aceptar que los tiempos cambian rápidamente y que esto no es malo. Simplemente es así.

El Espíritu Santo, verdadero motor de la Iglesia en sus orígenes y durante toda su historia, es creativo y flexible. Intentar encorsetarle y marcarle un camino es negar su propia naturaleza. Bien haríamos todos dentro de la Iglesia en abrirnos a ese fluir. Saber que lo que hacemos debe estar siempre justificado, como una respuesta a una necesidad concreta de nuestro tiempo y aceptar que una vez que no somos capaces de responder a esa necesidad quizá nuestro momento ha pasado y es necesario renovarse y buscar nuevas alternativas.

Hoy en día nos encontramos en las celebraciones cantando canciones compuestas hace décadas, utilizando un lenguaje que no se entiende. Mantenemos ritos de hace siglos que no tienen ningún significado para la gente de hoy, pero que al mismo tiempo pretenden mostrar la cercanía de Dios. Existen órdenes religiosas y movimientos que hace tiempo que perdieron su razón de ser dentro de la sociedad, razón de ser por la que nacieron inspirados por el Espíritu Santo, pero que hoy en día ha perdido su vigencia.

Deberíamos estar más abiertos a aceptar que el cambio no es malo ya que nos obliga a preguntarle a Dios qué es lo que toca hacer en cada momento. Esta postura inmovilista resulta más cómoda, pero a la vez es cobarde. Vivir en la voluntad de Dios obliga a buscar, a probar y a experimentar para buscar cual es manera de presentar y ayudar a vivir la buena noticia de Jesús en cada etapa de la historia.

Tal vez si hubiera un mecanismo dentro de la Iglesia que nos obligase a marcar una fecha de caducidad a las iniciativas que ponemos en marcha, sean las que sean, nos ayudaría a vivir en esa tensión permanente de buscar la voluntad de Dios en todo momento. Una especie de “obsolescencia programada” que obligatoriamente nos desafiase cada cierto tiempo a reinventarnos a la vez que conservamos los elementos básicos del Mensaje de la Salvación.

Alex