Me convertí hace 8 años. Y aunque es verdad que no son muchos, tengo la sensación de haber vivido muchas experiencias “de Iglesia” y haber conocido bastante: iniciativas, movimientos, encuentros, congresos…


También me ha dado para conocer un montón de personas apasionadas por Dios y por el reino de Dios, gente buenísima y entregada. Podría hacer un artículo sobre varias de esas personas que tengo en la cabeza. Personas que, para que otros conozcan a Dios, sacrifican mucho a nivel personal: tiempo, fuerzas y dinero. Y en todo ese conocer llegó un punto que empecé a intuir algo, que surgió primeramente como una duda que me hacía a mí mismo: ¿De todo esto, luego cuánto queda?


Y es que, siendo un poco sinceros, si en la Iglesia nos hicieran una auditoría, nuestros procesos y resultados… dejarían bastante que desear. Pienso en grupos de confirmación de multitud de jóvenes de los cuáles a los tres o cuatro años nadie se acuerda de Dios. Pienso en iniciativas y retiros que mueven tantas personas y al tiempo te encuentras con que responsables de esas iniciativas las dejaron porque “se quemaron”. Pienso en personas que llenan las iglesias los domingos y que luego en su comportamiento demuestran claras incoherencias respecto el mensaje de Jesús y el evangelio. Pienso en personas para las que la fe no es más que una carga que les hace vivir con miedo y culpa…


Todo esto me duele. Y mucho. Amo a la Iglesia, y por eso me duele. Y, al mismo tiempo, siento que Dios me llama a trabajar por su reino. A “dar de comer” a tantas personas que esperan hambrientos en el césped en grupos de 50. Y quiero responder a esa llamada, pero no quiero que mi respuesta sea un parche ni una capa de pintura. A mi parecer, si la Iglesia es un edificio, hay unas cuantas vigas que hay que reconstruir de cero. Los pilares principales están bien sólidos y por eso no hace falta cambiar de edificio, pero algunas vigas están literalmente quebradas. Y un edificio así, por mucho que pintes, no acabará sirviendo para el propósito con el cual se diseñó.


Creo que en esta comunidad no se obvian los problemas estructurales que tenemos como Iglesia. Quizá el hecho de entender esto así es ya una llamada de Dios. Una santa insatisfacción que compartimos en esta comunidad que nos lleva a hacernos esas preguntas difíciles y llamar a las cosas por su nombre. Y creo que una vez que has visto la realidad no puedes seguir pintando: o construyes vigas o pintando más bien molestas (aunque a algunos nos guste mucho pintar, ojo). 


Es por eso que he decidido venir unos meses a vivir a Santander, a ver si aprendo un poco de vigas, cerchas, perfiles en H, y otras cosas que pueden ayudar a sanear el edificio. Y luego pintaremos, claro que sí, y decoraremos!, y ¡haremos fiestas!, y descansaremos, y acogeremos a personas sin hogar, les daremos de comer y encontrarán aquí su hogar. Porque de eso se trata al final, de que sea un hogar para muchos.


Y eso, bien vale una vida. Por lo menos, la mía creo que sí. Por lo pronto, ¡unos meses sin duda!