Recientemente tuve la oportunidad de participar en un evento eclesial que me dejó reflexionando profundamente. Hoy quiero compartir con vosotros algunas de mis observaciones y reflexiones:
Quiero comenzar hablando sobre algo que a menudo pasamos por alto pero que puede tener un impacto significativo: el estilo de vestir y hablar de los cristianos de hoy. En este evento al que asistí noté una uniformidad sorprendente en este aspecto, un predominio de un estilo muy marcado. Esto me llevó a reflexionar sobre la diversidad que Dios ha creado en cada uno de nosotros. ¿No deberíamos reflejar esa diversidad en nuestras comunidades y en la Iglesia en lugar de parecer todos cortados por el mismo patrón? Creo que esta uniformidad puede alejar a aquellos que no encajan con el estilo “predominante”.
Además, noté una cierta “cutrez” por parte de algunos de los presentes en cómo “vendían” su realidad / movimiento / comunidad. ¿Cómo podemos esperar transmitir un mensaje relevante si nuestras formas están ancladas en el pasado? Al igual que un producto con un envoltorio descuidado, si nuestra presentación no es atractiva, ¿por qué la gente debería interesarse en lo que tenemos que decir?
Otra observación importante fue la falta de presencia juvenil en ciertos aspectos del evento. Si bien hubo momentos en los que los jóvenes estuvieron presentes, como en los conciertos, pude apreciar que los que están comprometidos a largo plazo con los movimientos, parroquias, proyectos… son en la inmensa mayoría personas de más de 50 años. ¿Estamos realmente ofreciendo a los jóvenes algo más que una experiencia superficial? ¿Estamos sabiendo crear un liderazgo real que puedan asumir? ¿Estamos capacitándoles para que asuman dicho liderazgo?
Es fundamental que como Iglesia no solo les proporcionemos un primer encuentro con Dios, sino que también les guiemos hacia un crecimiento y una madurez espiritual duraderos. Y una vez con un mínimo de madurez les invitemos a liderar, acompañándoles en el proceso.
Una de las partes más decepcionantes para mí fue la misa de clausura, que se sintió larga y desconectada de la realidad contemporánea. La música era de hace por lo menos cincuenta años. Podríais pensar “bueno, es que hay mucha gente mayor que sí le gusta esa música” pero la realidad no fue esa: allí no cantaba nadie, ni los jóvenes, ni los de mediana edad, ni la gente mayor. Yo creo que la música es un vehículo estupendo para expresar y celebrar nuestra fe pero, ¿cómo podemos esperar conectar con la gente si nuestra música ni siquiera conecta con los que ya somos cristianos? ¿Esperamos conectar así con los no cristianos?
Sin embargo, no todo fue negativo. Hubo momentos de comunión genuinos que me hicieron recordar el verdadero propósito de nuestra fe. Es en esos momentos que nos damos cuenta de la importancia de una comunidad viva y auténtica, que busca la diversidad, la relevancia y la coherencia entre lo que dice y lo que hace.
Así que, mientras reflexionaba sobre estos temas, me doy cuenta de que como Iglesia tenemos mucho que ofrecer, pero también mucho que mejorar. Necesitamos más que nunca una pasión verdadera por Dios, una pasión que se refleje en todo lo que hacemos y decimos.
¡Señor, danos pasión!
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