Hace unos días leí en una publicación digital católica que habían decidido suprimir la opción de comentar los artículos que publicaban por el aumento en la agresividad en el tono de los comentarios. Me sorprendió la noticia porque esa publicación siempre se ha mostrado muy abierta al debate y al intercambio de opiniones aunque no estuvieran de acuerdo con su línea editorial. Leyendo la noticia explicaban que habían tenido que tomar esta decisión por el aumento de los comentarios en los que aparecían insultos y descalificaciones dirigidos incluso a colaboradores ya fallecidos.
Es cierto que en la Iglesia existe una división ideológica importante entre un sector tradicionalista y otro con una vocación más aperturista. En medio, por supuesto, coexisten muchas realidades llenas de matices. Esta realidad es consustancial a la Iglesia desde sus inicios. Ya en las primeras comunidades existían diferencias teológicas y culturales y en medio de ellas la Iglesia eligió vivir en tensión, supongo que porque la realidad de la revelación es demasiado amplia como para encorsetarla en una única manera de entenderla y vivirla.
Sin embargo, me parece muy triste que una publicación religiosa visitada, supongo que casi en su totalidad, por lectores cristianos se vea obligada a tomar esa decisión. Me parece triste que dentro de la Iglesia no seamos capaces de respetar a nuestros propios hermanos. Estoy de acuerdo en que tales extremos no son la norma dentro de la Iglesia, pero existen y de alguna forma todos nos situamos a más o menos distancia de esos extremos.
Esclavos de la seguridad
Como seres humanos es algo inherente a nosotros el sentirnos seguros dentro de nuestro ámbito: nuestra casa, nuestro barrio, nuestra ciudad… esto en cuanto a seguridad física, pero en cuanto al pensamiento también nos sentimos más seguros en nuestra familia, en nuestro partido político, en nuestra comunidad… No nos resulta sencillo acercarnos a las ideas del otro para enfrentarlas a las nuestras y cotejarlas, no vaya a ser que descubramos que hay cosas que estamos haciendo mal.
¿Te has parado a pensar con qué frecuencia pones en valor las iniciativas que llevan a cabo otros grupos, parroquias o comunidades? ¿Te prestas con frecuencia a colaborar con otra gente para ayudarles a que su proyecto crezca o se desarrolle? No nos resulta sencillo en la Iglesia hacer estas cosas. Seguimos viviendo en una especie de competición en la que competimos por ver quién ha conseguido descifrar mejor la “Verdad Revelada” por Dios, quién interpreta con más claridad los pasos a dar en el camino de la evangelización o cómo hay que vivir más coherentemente la fe.
Somos hijos de nuestro tiempo y eso tampoco ayuda. En esta sociedad de bandos en la que el enfrentamiento cada vez menos respetuoso es una norma y en la que saberse con la razón es tan importante, no es fácil ceder, aceptar la verdad del otro y reconocerlo. Todo esto se vive como una derrota, cuando en realidad deberíamos entenderlo como una victoria. Porque cuando descubres la verdad venga de donde venga y la pones en práctica en tu vida, al final es una victoria para ti. Y en esto, los cristianos, como en tantas otras cosas, deberíamos ser modelo.
Aprender a disentir
Hace unos días hablando con un hermano me comentaba lo poco afortunadas que le habían parecido unas declaraciones de un obispo criticando alguna de las últimas decisiones del Papa Francisco. Me decía que no le parecía normal que ese tipo de opiniones viniesen de parte de un obispo. Yo le entendía perfectamente, pero le decía que seguramente este obispo se sentía en la obligación de expresar ese desacuerdo porque de alguna forma se sabe con esa autoridad y esa responsabilidad.
Está bien. Yo soy partidario de poder hablar con libertad de las propias ideas estén o no de acuerdo con la autoridad. Me parece un síntoma de buena salud dentro de una institución. Pero a la vez me parece importante tener claro dos cosas:
- La primera y más importante, tener clara cuál es tu intención a la hora de expresar esa opinión. No es lo mismo dar voz a la forma en la que tu entiendes que deben ser las cosas cuando además de algún modo se entiende que tu opinión es importante, que hablar con la intención de desautorizar o debilitar la posición de quien ha recibido la misión de guiar u organizar la institución en la que te encuentras.
- Y la segunda cuestión es el canal que utilizas para expresar tu opinión. No es lo mismo hablar con la persona o el equipo con el que estás en desacuerdo, o expresarte en un foro de discusión o gobierno habilitado expresamente para hablar de ese tema, que hablar desde un púlpito o una tribuna de prensa ante un público que probablemente no esté debidamente formado ni informado de toda la realidad que rodea al asunto en cuestión.
Perder la razón
Vivimos en la llamada “era de la información”. Las noticias y las opiniones se suceden con rapidez, sin filtros ni jerarquías, y la mayoría de las veces no es sencillo saber ordenarlas por importancia o por veracidad. Es uno de los males de nuestro tiempo y los cristianos no somos ajenos a él. En general, no nos engañemos, hay poca formación dentro de la Iglesia, tanto a nivel de laicos como de personas consagradas y ministros ordenados y esto facilita que ciertas ideas, muchas veces falsas o tergiversadas se extiendan en la Iglesia. Y esto es un problema muy grande, porque al final es relativamente sencillo manipular el mensaje del Evangelio y acercarlo demasiado a nuestro propio interés, el cual muchas veces coincide con el lugar y las formas en las que nos sentimos seguros. Y Jesús nos enseñó que las seguridades de este mundo la mayoría de las veces ponen barreras a nuestra relación con Dios.
Perder la razón o dársela a un “adversario” nos hace sentirnos perdedores. Aceptar que en las ideas del otro también hay verdad aunque sean diferentes de las nuestras hace que se tambaleen algunas de nuestras estructuras mentales. Y eso nos hace sentirnos débiles. Pero lo cierto es que en esa aparente debilidad nos hacemos también más fuertes, porque en realidad es muy complicado pensar que uno solo pueda estar en posesión de toda la verdad. Y ese espíritu comunitario que subyace en todo el Evangelio también es necesario aplicarlo en nuestro pensamiento y en nuestras ideas, aceptando que en el otro también hay verdad y que esa verdad nos hace bien. Aplicar esta máxima en la Iglesia nos hará más fuertes y a la vez nos ayudará a ser luz en un mundo tan necesitado de comprensión y diálogo.
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