Hace años, una amiga muy querida ―no recuerdo con qué motivo― le envió una postal a mi madre en la que había dibujada una niña que entregaba una manzana a una mamá. El mensaje, impreso en ella, decía: “un corazón agradecido es como una manzana buena”.

El comienzo

A principios de septiembre de este año me diagnosticaron un cáncer. Llevaba desde agosto del año anterior sintiéndome mal, pero sin creer que mi salud “de hierro” pudiera sufrir un revés, al menos, de esa magnitud.

En realidad, a partir del diagnóstico, todo ha sucedido en un tiempo muy breve: las pruebas, la intervención, la recuperación, los controles posteriores.

Al principio parecía que la operación iba a posponerse hasta el treinta de septiembre, circunstancia que aumentaba el temor que me producía pensar que podía estar alimentando al monstruo que se había instalado en mi intestino. Ya que, a principios de ese mes, tenía un tamaño considerable. A esto había que añadir que donde estaba localizado el tumor se produjo una infección que complicaba la situación considerablemente.

La impaciencia es algo que me caracteriza, pero en ese momento entendí que solo podía confiar y aceptar las circunstancias que me tocaban vivir, confiar en quien más me quiere y que me ha asistido con su providencia en muchas ocasiones, aunque ahora mi inquietud era incomparable.

La sorpresa, no obstante, llegó: mi cirujano consiguió adelantar la operación una semana. En ese momento me di cuenta de que el ánimo de un paciente, su miedo, su angustia, no es indiferente para quienes lo tratan, al menos así lo sentí. Los cuidados, el trato amable, la atención antes y después de la intervención, revelaron una humanidad y una cercanía, para mí, inesperadas. Creía que lo habitual sería un trato impersonal, aséptico, desde luego, no el que recibí. Creo que esa fue la primera llamada de atención, que empezó a minar mi actitud resistente y diría que casi impermeable al afecto.

Los resultados de la operación fueron muy favorables, la recuperación muy rápida y los controles posteriores determinaron que no necesitaba tratamiento de quimioterapia, únicamente se realizaría un seguimiento periódico para vigilar y garantizar la superación de la enfermedad.

La confrontación

Debo decir que llevo años con otra enfermedad: un corazón congelado, una manzana a la que es imposible hincar el diente por su dureza y porque en realidad nunca la he ofrecido a nadie.

En la oración he pedido, muchas veces, un corazón nuevo, y, la travesía que he tenido que hacer, creo que me va a regalar lo que tanto he suplicado al Señor.

La espera, hasta recibir el diagnóstico del cáncer, me resultó angustiosa, pero a partir de ese momento he vivido algo único. Experimenté la ternura de Dios a través de mi familia, amigos, sacerdotes, personal sanitario y hermanos de comunidad. Su oración, su preocupación, su cariño, han logrado disipar la falta de confianza de una persona, esencialmente, cobarde. El Señor me ha sostenido a través de ellos y he visto y recibido su compasión, algo que no creo haber tenido con quienes han compartido mi vida, por la que he transitado ―podría decirse― con piloto automático.

Me diagnosticaron un tumor maligno en la base del colon, el mismo que padeció mi padre. Él, además, sufrió una ceguera, durante los últimos veinte años de su vida que le causó un gran sufrimiento. Yo estuve a su lado, en general, cuando me correspondía estar, según el orden que habíamos establecido en casa, pero en realidad nunca le acompañé. No traté de entenderle, de escucharle, de compartir lo que  tuvo que vivir. Para mí esa tarea fue una losa, no muy ligera, que debía aguantar.

Esa ha sido la tónica de mi vida, sé que suena muy mal, pero así ha sido, tristemente.

Podría asegurar que en mí se hacía realidad esta cita evangélica: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.

Contrastar mi trayectoria vital con lo que recientemente acabo de vivir, me ayuda a enfrentarme a mi realidad, ¿o debería decir a mi verdad? Entiendo que lo que me ha ido endureciendo, hasta encerrar mi corazón en un bloque de hielo, ha sido esa actitud reiterada que se ha caracterizado por tratar egoístamente, de esquivar lo que me incomodaba, en unas ocasiones, o lo que temía, en otras.

Un nuevo comienzo

No puedo afirmar que ahora sea otra persona que, milagrosamente, se haya operado el cambio deseado, pero hay un inicio esperanzador.

Tras este breve viaje, siento que estoy ante un comienzo con toda la medicina que necesito para hacer funcionar un corazón muy averiado, pero ahora enormemente agradecido.

Según terminé de escribir mi experiencia he recibido, de esa querida amiga a la que me referí al inicio del texto, este mensaje:

¡Para ti, buen caminante!

Hemos sido curados, perdonados, salvados…

¡Que no se nos pase un día sin dar gracias a Dios!

¡Le alegramos tanto!

Sabina