En las últimas semanas nos hemos visto “asaltados” por el conflicto reavivado en torno a la frontera de Ucrania con Rusia. Nos llegan noticias de una posible invasión, nos informan de movimientos militares estratégicos, de conversaciones entre líderes políticos al más alto nivel… El relato prebélico que se transmite nos pone en alerta ante la posibilidad de un estallido militar más cercano a nosotros de lo que es habitual y que podría tener consecuencias directas en nuestro día a día.

No es fácil desentrañar cuáles son las motivaciones verdaderas de cada uno de los dos bandos ni los verdaderos intereses que hay detrás de este conflicto. Pero si podemos deducir que los más afectados directa o indirectamente serán aquellos con menos recursos, civiles indefensos, ciudadanos de a pie a quienes esos “intereses” les quedan muy lejos y en los que probablemente nadie esté pensando a la hora de tomar decisiones.

Hablando esta semana con un conocido sobre este asunto me comentaba que lo que teníamos que hacer era plantarnos y negarles el juego a los poderosos que nos estaban metiendo en este lío. Según él, la mayoría de los ciudadanos nos sentimos bastante ajenos a este juego de poder y sin embargo lo más probable es que seamos los más afectados, no solo en España sino también en Ucrania y Rusia, como suele ocurrir en todos los conflictos. Supongo que en parte tenga razón, pero yo pensaba que en realidad muchas personas se sienten muy involucradas en este tipo de conflictos y con facilidad hacen suyas las motivaciones de sus países y de sus líderes aunque no alcancen a comprenderlas del todo.

¿Llamados a crear ruido?

Con cierta frecuencia me encuentro con situaciones parecidas en ámbitos eclesiales. Observo cómo en algunos sectores de la Iglesia se ha acomodado un discurso cargado de agresividad y de conflicto en contra de la sociedad, del gobierno (según el signo político), de organizaciones que defienden otros ideales o sencillamente de personas concretas de carne y hueso.

Enfrentamos nuestras ideas y principios a los de otros colectivos y comenzamos una batalla por ver quién tiene la razón. Una batalla que es evidente que nadie va a ganar. En una sociedad que le da la espalda al discurso y a la razón es imposible que haya vencedores en un conflicto dialéctico. En vez de eso, con cada afirmación cada bando se hace más fuerte en sus convicciones. La oposición y la agresividad crecen y convertimos las diferencias en cuestiones personales. No es fácil desentrañar de dónde provienen esos discursos ni cómo han conseguido tanto arraigo en nuestro pensamiento, pero conociendo un poquito cómo funciona la Iglesia, me cuesta creer que ese tipo de ideas hayan salido de una reunión de catequistas o de un corrillo de feligreses a la salida de misa. Desde ahí es muy difícil que ciertas ideas cojan vuelo y se transmitan.

Vengan de donde vengan, no creo que el papel de la Iglesia o de los cristianos deba de ser ese. Nuestra sociedad no necesita más ruido. Parece que a todos nos sobran los motivos para discutir, para reivindicar, para exigir y, cuando el mundo se llena de discusiones, reivindicaciones y exigencias es cuando estallan los conflictos. Lo que sí necesita el mundo son más reconciliaciones, más donaciones y más servicio. Perdonar, darse a uno mismo, servir… Te suena ¿Verdad? Son valores que hunden sus raíces en el cristianismo y que deberían marcar nuestra conducta y nuestro estar en el mundo.

La última cruzada

Estamos llamados a cambiar el foco de atención de lo que hacen (bien o mal) los demás y poner la mirada en lo que nosotros podemos ofrecer. Nuestra motivación no debería de ser la de corregir o denunciar sino la de aportar e involucrarnos en aquellos ideales que mueven nuestro corazón. Sin fijarnos en lo que hacen los demás. Sin esperar nada a cambio. Que lo que hagamos lo hagamos de la misma manera en la que Jesús entregó su vida sin conocer las consecuencias que tendría su opción.

En este mundo tan cargado de agresividad, seguramente la única batalla que debemos librar sea la batalla espiritual y esa la peleamos con nosotros mismos en nuestro interior. No nos distraigamos con otras guerras en las que no habrá vencedores y sí vencidos. Si conseguimos triunfar en nuestra propia lucha seremos capaces de trasladar nuestra victoria a todos los que nos rodean y nos convertiremos en estandartes, en banderas del único reino por el que merece la pena morir: el Reino de Dios.

“que no busque yo tanto

ser consolado como consolar;

ser comprendido, como comprender;

ser amado, como amar.”

San Francisco