La belleza del reencuentro
Volver a encontrarnos después de un tiempo siempre tiene algo de fiesta. Llegar y ver de nuevo los rostros conocidos, escuchar las risas, notar la calidez de los abrazos: todo esto me recordó las palabras del salmista, «Mirad qué bueno y agradable es que los hermanos convivan en armonía» (Sal 133,1). La armonía no siempre significa ausencia de diferencias; más bien, la belleza está en que, a pesar de ellas, existe una unidad profunda que nos sostiene.
El fin de semana del capítulo comunitario fue, para mí, la experiencia de esta verdad hecha carne. Cada persona llegó con su bagaje, con sus luces y sus sombras, con sus preocupaciones y alegrías. Muchos, muy distintos. Y, sin embargo, al poner en común lo que somos, al compartir la oración, la mesa y el diálogo, se hizo visible esa misteriosa unidad que no viene de nosotros, sino de Aquel que nos llama a ser un solo cuerpo.
Diversidad frente a fragmentación
El domingo, Josué nos ayudó a mirar la situación de la sociedad actual, marcada por la fragmentación y el identitarismo. Comentó cómo el llamado movimiento identitario empuja a las personas a definirse por un único rasgo —su orientación, su procedencia, su ideología, su circunstancia— y cómo esa reducción genera muros y enfrentamientos. Si me defino solo por una parte de mí, termino enfrentado al que no comparte esa misma etiqueta.
Frente a esa lógica que divide, que reduce y separa, descubrimos que la relación es el verdadero lugar de sanación: la relación con los otros y la relación con Dios. Cuando nos atrevemos a abrirnos al hermano, con sus diferencias y fragilidades, y a la vez dejamos que Dios sea el centro, lo fragmentado comienza a recomponerse, dentro y fuera de nosotros. Lo interior y lo exterior se iluminan mutuamente. Allí donde el mundo divide y encierra, la relación cura y vuelve a tejer la unidad.
Esto se hizo palpable en el capítulo: nadie fue reducido a una sola etiqueta. Cada uno aportó su singularidad, y esa suma no dividía, sino que enriquecía. El desafío del mundo es el mismo que se nos plantea como comunidad: aprender a integrar, a reconciliar las partes en una unidad mayor.
Enviados a integrar y sanar
Esta experiencia me dejó una convicción: nuestra misión no termina en nosotros. Todo lo compartido no es un fin en sí mismo, sino un entrenamiento del corazón para poder salir luego y ofrecer algo distinto al mundo. Estamos llamados a ser portadores de luz en medio de la oscuridad, a devolver sentido en un contexto que muchas veces vive desorientado, a coser lo que otros discursos han desgarrado.
El gozo de la misión se hace aún más evidente cuando pensamos en todo lo que la comunidad ha podido emprender gracias al esfuerzo compartido. Solos no habríamos llegado tan lejos. Juntos, en cambio, se abre la posibilidad de nuevos horizontes: el inicio de un núcleo en Bilbao, la misión de nuestros hermanos Ana Belén y Esteban en Argentina, y tantas iniciativas que, sostenidas a lo largo del tiempo, muestran la fidelidad de Dios y la perseverancia de quienes caminan unidos. Esa certeza de que la comunidad amplía nuestros pasos despierta gratitud y esperanza.
No se trata de un ideal abstracto. Se trata de gestos concretos: escuchar sin juzgar, crear espacios de hospitalidad, tender puentes en vez de levantar fronteras, trabajar por la integración de lo humano y lo espiritual, de lo personal y lo comunitario, de lo que somos y lo que soñamos ser. La unidad no es solo para nuestro consuelo, sino para que el mundo pueda creer en una vida más plena.
Un compromiso que me enraíza
En este Capítulo he vivido también mi primer compromiso en la comunidad. Estoy convencida de que llegué a Fe y Vida a través de muchas ‘diosidencias’. Vengo de una tradición más monástica, de silencio y oración recogida, por lo que nunca pensé que una comunidad como esta fuera para mí. Y, sin embargo, en este estilo reconozco un regalo inesperado de Dios: justamente lo que necesito para seguir creciendo.
En las semanas previas me asaltó la tentación de pensar que no doy la talla: que las circunstancias de mi vida actual —el cuidado de mi familia, dos niñas pequeñas, mi trabajo y tantas responsabilidades— son un hándicap para comprometerme, que no llego a lo que “se supone” que debería hacer. Pero el Señor puso paz en mi corazón. Me recordó que, aunque lo que hacemos tiene valor, pesa mucho más lo que somos y nuestra manera de estar en el mundo.
Permanecer en este lugar me ayuda a ahondar en mi identidad porque me centra en Cristo. En Él todo queda unido: los fragmentos que voy descubriendo de mí misma cada día, mis afanes cotidianos, mis afectos y mis heridas. Y en Él también me descubro unida a cada hombre y mujer que pueblan este mundo. Nada de lo humano me es ajeno cuando Cristo es la medida de mi vivir. Mis pequeños esfuerzos, unidos a los de mis hermanos, se vuelven fecundos.
Conclusión
El Capítulo de este año nos recordó que la comunidad no es un lujo ni una opción secundaria. Es el lugar donde la vida se hace más humana y más divina a la vez; donde aprendemos a sanar nuestras fracturas, a celebrar la unidad en la diversidad y a sostener juntos una misión que nos desborda.
Frente a un mundo que fragmenta, Dios nos ofrece el don de la comunión. Y en esa comunión descubrimos no solo quiénes somos, sino también hacia dónde vamos.
Laura
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