Acabamos de comenzar el Adviento, ese tiempo que se define como de preparación para el nacimiento de Jesús, el momento en el que Dios se hace hombre. Tenemos por delante unas cuantas semanas para profundizar en ese misterio y prepararnos para las fiestas navideñas. Pero sucede que miro a mi alrededor y lo que veo me desconcierta un poco. Luces, adornos, mercadillos… en realidad la navidad ya ha llegado a la calle. No hay preparación, ni espera, ni paciencia. Vivimos en una sociedad de ciclos muy cortos con una necesidad, muchas veces casi patológica, de respuestas inmediatas.
Inevitablemente nos vemos contagiados por esa dinámica en la que nos encontramos. Es muy difícil salir de ella, si no imposible. Nuestra vida también discurre rápido. Nos vemos empujados a la multitarea, a los procesos rápidos, a la hiperconectividad, a los resultados inmediatos… ¿Es natural todo esto? ¿Es natural tener dos y hasta tres conversaciones a la vez en diferentes planos sociales? El otro día estaba viendo en directo un partido de balonmano de la máxima categoría española y sentado delante de mí tenía un chico que estaba viendo a través del teléfono móvil una carrera de Fórmula 1. Evidentemente cada vez que sucedía algo interesante en el partido de balonmano él llegaba tarde a verlo.
Ritmo de Dios
Sin embargo nosotros como cristianos nos encontramos con otra coyuntura y es que resulta que Dios no funciona a ese ritmo. A Dios siempre se le conoce en la espera. A Dios siempre se le espera: en el desierto, en el sepulcro, en Pentecostés… Conocer en profundidad y familiarizarse con Dios siempre requiere tiempo. Tiempo muchas veces percibido como perdido, aunque no sea así. El tiempo necesario para que dos naturalezas tan diferentes como la divina y la humana se acerquen. De hecho ese proceso nos lleva una vida entera, desde que nacemos hasta que morimos.
Y en la Iglesia ¿Esperamos? Y cuando hablo de Iglesia me refiero a todos: diócesis, parroquias, movimientos, comunidades… ¿Vivimos con esa conciencia de espera? A veces pienso que no. Contagiados por ese ritmo social del que os hablaba antes queremos resultados rápidos. Esperamos conversiones en una noche, en 7 semanas o en 10 dependiendo de a qué “método” nos estemos encomendando. Rezamos para que la vida de las personas cambie rápida y radicalmente dejando atrás viejos hábitos y abrazando una nueva forma de vida totalmente coherente.
Y si hablamos de discípulos ya ni te cuento ¿En cuánto tiempo estimamos que un “nuevo cristiano” tenga capacidad para ocuparse de otros cristianos? Yo he sido testigo de cómo se pretendía que eso sucediese en unos pocos meses o en apenas un año. El resultado siempre suele ser negativo para las dos partes.
Hablemos de plazos
Vamos a pensar un poco en el desarrollo convencional de una persona. Desde que nacemos hasta que nos convertimos en alguien “productivo” lo normal es que pasen entre ¿16? y 25 años. Depende del ambiente, del proceso y de la madurez de la persona. Pero pensar en que alguien antes de los 16 o 18 años pueda ser responsable de algo serio es pensar en casos muy excepcionales. Si trasladamos este proceso al ámbito de la fe ¿Tendríamos que hablar de los mismos plazos? Vale que cuando te encuentras con Dios es posible que ya tengas un grado de madurez por edad que te ayude a tener mucho camino andado, pero por otra parte también vas a tener que modificar conductas adquiridas que no son apropiadas y tendrás que adquirir nuevos hábitos. Hay mucho que desaprender y que reaprender. Y como decía más arriba, no siempre es fácil acoplar nuestra humanidad a la naturaleza de Dios.
Yo os confieso que tardé unos 15 años en llevar a cabo este proceso. Nunca he sido una persona especialmente rápida así que igual podéis recortar algunos años si queréis hacer una estimación más realista, pero no demasiados. Lo que sí está claro es que debemos tener paciencia con las personas. No podemos pretender resultados inmediatos en el ámbito de la fe cuando si analizamos otros ámbitos u otros ejemplos vemos que esos resultados también tardan en llegar.
Os pongo unos ejemplos. El próximo año, el 2024, es año olímpico. Los juegos olímpicos se celebrarán en París. Los anteriores, los de Tokyo, que debían haberse celebrado en 2020 se retrasaron un año debido a la pandemia de la Covid-19. Es decir que el llamado “ciclo olímpico” se acorta en un año. Pasa de los habituales 4 años a 3. Pues al parecer los entendidos dicen que probablemente los resultados de estos juegos en las diferentes competiciones serán muy imprevisibles por este recorte en el tiempo de preparación. Estamos hablando de deportistas que llevan practicando este deporte desde niños y que entre olimpiada y olimpiada participan en campeonatos nacionales, europeos, mundiales… pero recortar un año la preparación para los siguientes Juegos Olímpicos alterará su preparación de una forma imprevisible.
Miremos a Jesús de Nazaret. Tradicionalmente se habla de que su vida pública comenzó a los 30 años. En esa época si superabas la edad infantil lo habitual era vivir hasta los 50 o los 60 años. Eso significa que Jesús espera media vida para comenzar su ministerio. No sabemos lo que sucedió hasta ese momento, pero Jesús se mantuvo con un perfil muy discreto hasta entonces.
Los apóstoles pasaron unos 3 años acompañando a Jesús, escuchándole de primera mano, recibiendo explicaciones, correcciones, conviviendo con él. Veían cómo se relacionaba con la gente, cómo se enfrentaba a las situaciones que les sobrevenían, a veces con paciencia y amor, otras con furia o con vehemencia. Jesús hizo “prácticas” con ellos. Los envió de dos en dos, les pidió que “diesen de comer a la gente”… Jesús murió, se les apareció resucitado y se estima que fué en Pentecostés cuando ellos se dan por preparados y confirmados para continuar con el ministerio de Jesús. Aun así en los Hechos de los Apóstoles podemos leer cómo siguen cometiendo errores y entrando en contradicciones.
Paciencia
Es cierto que la mies es mucha y la urgencia es grande. No sabemos el día ni la hora y por eso es necesario vivir con apremio porque no sabemos nunca lo que va a suceder mañana. Pero en la Iglesia debemos ser pacientes porque Dios siempre nos habla de espera. Debemos ser pacientes con la gente, con los métodos, con los proyectos… Creo que no es realista proyectar a corto plazo en una institución de más de 2.000 años y en una Historia de Salvación con más historia aún. Seamos conscientes de nuestra realidad. Fijémonos en la naturaleza humana, en las dinámicas de nuestros procesos más básicos y seamos pacientes también con nosotros mismos, sin relajarnos, manteniendo la actitud de estar siempre en vela.
De esto es de lo que me habla a mi este Adviento. Del valor y la necesidad de la espera en un mundo que nos llama constantemente a la inmediatez y en el que a veces se hace necesario para el tiempo, levantar la mirada y asumir que los procesos, si queremos sean estables y duraderos, necesitan tiempo.
Deja tu comentario