Uno de mis árboles favoritos es el almendro. Me gusta por su precioso aspecto durante la floración.
En Burgos suele florecer al final del invierno, algunas semanas antes de que llegue la primavera. Este hecho tiene un aspecto positivo y otro negativo:
- El positivo es que, al tener una floración tan precoz, es como si te anunciara antes de tiempo la llegada de la primavera. Te hace un spoiler de lo que está por venir aunque en realidad aún falten bastantes semanas para que se note algo el cambio de estación. Lo cual a mí siempre me causa una cierta alegría ya que, aunque siga haciendo frío y la gran mayoría de los árboles todavía no tengan ni las yemas de las hojas, los almendros empiezan a colorear de blanco y rosado el paisaje invernal con sus flores.
- El negativo es que al tener una floración tan precoz, en Burgos suelen sufrir heladas fuertes e incluso nevadas tardías en plena floración que dan al traste con las futuras almendras.
Aun con todo y con eso hace un tiempo planté un almendro en el jardín de mi casa convencido de que, aunque no comería muchas almendras por lo que acabo de comentar, por lo menos me alegraría cuando me sorprendiese una fría mañana al salir de casa y ver que empezaba a florecer.
La verdad es que fue ilusionante que la primera primavera que lo tuvimos plantado ¡Nos dio tres pequeñas flores! Fue toda una alegría ya que los almendros suelen empezar a dar fruto a los dos o tres años, pero el nuestro dio tres almendras ya el primer año.
Durante el segundo otoño lo podé para darle la forma apropiada para que la luz llegara por igual a todo el árbol. Nos dio unas veinte o treinta almendras. La verdad, para la altura que tenía (un metro y medio mas o menos) me parecía una pasada.
Al tercer año le podé las guías con el fin de que no creciese más en altura y, aunque tuvo muchas flores, no todas llegaron a ser almendras.
Los siguientes años lo seguía podando en invierno con todo cuidado, procurando mantener las mejores ramas, podando las puntas, etc, pero lo cierto es que cada año el árbol daba más flores pero cada vez menos almendras. Y no solo eso, sino que enfermó.
A pesar de mis esfuerzos, de que lo aboné, de que podé las ramas enfermas e incluso lo traté con un fitosanitario específico para almendros, cada vez estaba peor. Hasta que llegó un momento que no dio flores y algunas de las ramas nuevas se retorcían y tomaban un aspecto realmente enfermizo. Por no hablar del mal aspecto de las hojas. Después de mirar en mis libros de jardinería, consultar por internet y en algún centro especializado llegué a la conclusión de que tenía una enfermedad muy difícil de tratar, y que además era contagiosa para otros almendros.
Cuando le dije a mi mujer que había tomado la decisión de arrancarlo, me dijo que no lo hiciese, que le daba pena ya que lo plantamos el mismo invierno que nació nuestra hija pequeña y tenía los mismos años que ella… Acepté dejarlo un año más pero con la convicción de quitarlo al año siguiente.
Ese año pasé del todo del almendro. No lo podé ni le presté ninguna atención ya que estaba convencido de que su situación sólo iba a empeorar. Cual fue mi sorpresa al comprobar que la siguiente primavera, después de un año de “abandono”, el almendro volvió a florecer y, aunque le salió alguna rama enferma, su aspecto era mejor que el año anterior.
Compartiendo mi sorpresa con mi hermano, que a su vez lo comentó en su trabajo (es jardinero en Palencia) me dijo que un compañero le comentó que los frutales “de hueso” apenas hay que podarlos. O sea que el que estaba fastidiando el almendro era yo, por pensar que sabía lo que había que hacer y por no ser consciente de que cada árbol requiere unos cuidados y poda específicos.
A estas alturas del artículo puede que te preguntes qué tiene que ver todo esto que te he contado de mi almendro con mi vida de fe. Voy a intentar explicarlo.
Desde que conocí la comunidad y tomé la decisión de seguir a Jesús algunas de las preguntas que me he estado haciendo son ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Dónde me quiere dentro de la Iglesia? ¿Dónde me quiere dentro de la comunidad? ¿Cuál es mi misión? ¿Cuál es mi sitio? ¿Cuál es mi lugar en el “plan de Dios”?
Lo que me ha pasado durante un tiempo es que me he empeñado en intentar ser, hacer, ocupar el sitio que yo quería o que yo pensaba que tenía que ocupar. Quizá lo que yo pienso que es lo mejor para mí puede que me haga daño (como la poda excesiva que aplicaba a mi almendro) aunque yo no me de cuenta e incluso lo disfrute (el almendro siguió dando flores a pesar de mi).
Otra forma de ver que el lugar que quiero ocupar o la función que insisto en desempeñar o que me gustaría hacer no es la que Dios pensó para mí es la ausencia de fruto (a pesar de todos los síntomas anteriores no reaccioné hasta que el almendro dejó de florecer).
Un detalle que no me parece menor es el no compararme. Es obvio que en mi vida de fe tengo a algunas personas como referencia de las que puedo (y pienso que debo) aprender muchísimo. Pero yo no soy ellas. Muchas de las cosas que valen para ellas puede que no valgan para mí (una vez más, como la poda, lo que a unos árboles beneficia mucho, a otros los puede hacer enfermar). Sus dones son distintos a los míos, ni mejores ni peores, distintos (al igual que los frutales, dan diferentes frutos y requieren diferentes cuidados). Y es bueno que sea así. Está escrito (1 Cor 12, 14-26).
En el caso del almendro simplemente tuve que dejar de intervenir. En el caso de mi vida de fe me cuesta un poco más porque mi tendencia es querer tener el control.
Está claro que tengo mis preferencias tanto en cosas que me gustaría hacer como en cosas que no me gustaría. Hay dones que sé que no tengo, otros que pienso que sí, y otros que me gustaría tener.
Doy gracias a Dios por la comunidad, no me cansaré de confirmar lo importante que es para poder tener un crecimiento saludable de mi vida de fe porque si escucho, me dejo guiar, si procuro no imponer lo que yo quiero, si estoy atento a las situaciones (tanto positivas como negativas) que voy viviendo y las voy aceptando, a través de los hermanos Dios va obrando, va
reconduciendo.
Espero que quede claro que no se trata de abandonarse y no hacer nada. Yo voy haciendo, caminando y tropezando, probando y fallando, intentando estar atento… En mi oración pido luz y consuelo al Espíritu Santo. Luz para ver y consuelo para aceptar que a veces lo que yo quiero no es lo mejor para mí. Una vez más, se trata de Dios y no de mí. Y cuando dudo o me frustro porque no me salgo con la mía, recuerdo cómo estuvo mi almendro cuando yo quería tener el control: apenas sobrevivía y no tenía frutos ni siquiera flores que me alegraran las mañanas.
He tomado la decisión de dejar a Dios el control también en esto y centrarme en crecer y alegrarme en ver las flores y frutos que se vayan dando a mi alrededor aunque estos se produzcan de una forma diferente a como yo esperaba. Alegrarme y esperanzarme porque, ya sean pocos o muchos los frutos que haya ahora, solo son un pequeño adelanto de la primavera
que aún está por llegar.
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