¿Recuerdas cuándo fue la última vez que recibiste una buena noticia? De esas que te alegran el día o el mes. Esas noticias que hacen que se te escape una sonrisa o que sientas unas ganas irrefrenables de saltar. Espero que no tengas que irte muy atrás en tu memoria para recordar cuando te sucedió algo así. Y otra pregunta: ¿Recuerdas en qué consistía esa buena noticia? Tal vez un bebé que llegaba a la familia, los resultados de una analítica que te tenían en vilo, o quizás un nuevo trabajo o la resolución de unos trámites que se estaban eternizando ya demasiado. Haz memoria y vuelve a disfrutar de cómo te sentiste en ese momento.
Portadores de un gran tesoro
Como Iglesia y como cristianos somos enviados a llevar el Evangelio, la Buena Noticia, a todo aquel que se cruce con nosotros. Somos portadores de un gran tesoro que debemos compartir. Por mandato de Jesús y por convicción. Es, o debería de ser, nuestra principal tarea imitando lo que Jesús hizo durante su ministerio. Él se dedicó a sanar a los enfermos, a perdonar a los pecadores, a anunciar que las puertas del Cielo estaban abiertas para todos aquellos que reconocieran a Dios como padre…
Y en esa tarea seguimos, ¿verdad? Nosotros también nos afanamos en anunciar esas buenas noticias, pero, ¿nos preguntamos alguna vez cuáles son las noticias que nosotros ofrecemos a la gente? Sería interesante tener la oportunidad de leernos y escucharnos desde una posición totalmente ajena a nuestra realidad para hacernos conscientes de cuáles son los temas que ocupan nuestro discurso. En la Iglesia hablamos mucho de los comportamientos que están bien y los que están mal, es decir, de lo que es pecado y lo que no lo es. Tenemos mucha facilidad para denunciar injusticias, actitudes, pensamientos… Hablamos mucho de amor: amor a Dios, amor al prójimo, amor a la vida, amor a la Iglesia… También hablamos mucho del sufrimiento, de la cruz, de “dar la vida”…
Es necesario ser conscientes de lo que ofrecemos
Pensemos también en qué es lo que ofrecemos como Iglesia. Tenemos la eucaristía con todo su trasfondo y riqueza. Tenemos también los sacramentos. Ofrecemos mucho conocimiento en forma de libros, predicaciones y enseñanzas, a lo que se une una gran cantidad de patrimonio cultural e histórico. También ofrecemos mucha ayuda social a través de Cáritas o de otras organizaciones de ayuda relacionadas con la Iglesia.
Pero, ¿todo esto son verdaderas buenas noticias para las personas que nos rodean? ¿Qué es lo que necesita la gente hoy en día? Jesús durante su ministerio se dedicó a dar respuestas a las necesidades y a las preocupaciones reales de las personas con las que se encontraba. Nuestra primera tarea debería ser tener claro qué es lo que necesita hoy en día la gente. No creo que sean escalas de valores, ni instrucciones de comportamiento. Por supuesto que nadie necesita sentirse juzgado o menospreciado por sus relaciones. Y no, no creo que para las personas de nuestro siglo celebrar bodas, bautizos y comuniones sea una buena noticia. Pueden ser momentos felices, pero no suponen un cambio en sus vidas y en la percepción que tienen de ellas.
Cada vez que pienso en esto intento imaginarme por dónde andaría Jesús si estuviese hoy aquí, o qué papel de los protagonistas de los evangelios ocuparíamos nosotros. Y lo cierto es que con frecuencia tengo la sensación de que no estaríamos muy alineados con su perspectiva de la situación. Con frecuencia me parece que nos hemos convertido en maestros o jueces de cómo se debe de vivir para estar en sintonía con Dios. Que nos preocupamos más de las formas, de los juicios, de los comportamientos o de las ideas, cuando deberíamos estar más centrados en amar, acoger, abrazar, sostener.
“…Me ha enviado a dar buenas noticias a los pobres…”
Hoy como siempre hay mucha gente necesitada de escuchar lo que es Dios realmente y cómo se quiere relacionar con cada uno de nosotros. Hay pobres, pobres, de los que “no tienen donde caerse muertos”, personas que arrastran un sufrimiento brutal porque la vida ha sido muy dura con ellas y mucha otra gente que vive como por inercia, con un completo vacío en sus vidas que tratan de llenar con lo primero que les ofrezca la tendencia de turno. Y pienso que nuestra tarea es hacer que el rostro de Dios sea lo más visible posible en la tierra, en nuestras ciudades y en nuestros vecindarios.
Jesús se comportó como si fuera Dios. Vale, ya sé que esta afirmación es un poco redundante, pero lo cierto es que en su humanidad se acercó a la gente de tal manera que pudieran reconocer en él el verdadero rostro de Dios. En su ministerio trató de estrechar todo lo posible la brecha que existe entre el hombre y Dios. Y para las personas que se encontraron con él, Dios se hizo realidad porque recibieron aquello que verdaderamente necesitaban.
La persona que tienes al lado necesita saber que es amada tal y como es sin importar su tendencia sexual, su estilo de vida, su estado civil o a qué dedique su tiempo libre. Valorar todo eso es tarea de Dios, no nuestra. Y, si ponemos el énfasis de nuestro discurso y de nuestra posición en la sociedad en parecer que somos los guardianes de las puertas del Cielo, la gente siempre nos mirará con desconfianza y con temor. Tal vez no haya que hablar tanto de Dios y simplemente vivir de tal forma que nuestra presencia sea una buena noticia para quien está cerca de nosotros. Que nuestro encuentro con las personas sea para ellos consuelo en su dolor, compañía en su soledad, alivio para sus problemas, fortaleza en su debilidad y comprensión en sus opciones. Un propósito audaz, pero absolutamente necesario.
Y les dijo: “Id por todo el mundo y anunciad la Buena Noticia”
Mc 16,15
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