Creo que no me equivoco al afirmar que hay una parte de la vida, de la realidad en la que vivimos, del trabajo que realizamos, de las personas con las que nos relacionamos o convivimos, de nuestra familia o grupo de amigos, de la comunidad en la que estamos comprometidos y, sobre todo, de nosotros mismos que no aceptamos; o nos cuesta aceptar. Unas veces son cosas grandes, pero la mayoría son pequeñas y que bien podrían parecer sin importancia para otras personas. Pero hoy quiero referirme a aquellas que se hacen difíciles de aceptar para cada uno de nosotros. Entonces ahí sí que tienen importancia porque nos afectan e influyen a la hora de seguir con nuestra vida. Y es inevitable alzar la bandera blanca pidiendo ayuda para no sucumbir.
¿A qué me estoy refiriendo? A todas esas cosas que no esperábamos encontrarnos, a aquellas que nos frustran porque son diferentes a cómo quisiéramos que fueran, a esas otras que dieron un vuelco a nuestro día a día, a muchas que interfirieron en nuestra forma de relacionarnos con los demás libremente o que nos quitaron la paz: en definitiva, a todas esas circunstancias con las que topó nuestra condición humana y pusieron a relucir nuestros límites, debilidades e incluso pecados. Intuyo que cada uno habrá podido traer a su mente ejemplos concretos de su realidad personal y quizá os he provocado sentir una leve tensión interna. Lo siento pero, ¡eso es! Algo pasa en nuestro interior que no nos deja tranquilos. Nos hace sentir mal. Es la falta de aceptación.
Aceptar no es resignarse
En la vida del cristiano muchas veces se ha entendido mal la aceptación. Se ha referido siempre a resignarse, a dar el brazo a torcer sin más y no poder hacer nada al respecto. Cada uno tenía que vivir lo que le tocara sin poder hablar de ello o pedir ayuda. Pero en Jesús no vemos esta actitud de resignación, sino más bien de aceptación libre cuando asume dar la vida por nosotros. Nos dio ejemplo al decir «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Estaba claro que en ese apartar el cáliz había algo que le iba a costar, que le dolería, que iba a ser contrario a lo que le hubiera gustado vivir e incluso se preguntaría por qué debía irse tan pronto de la tierra. Jesús conoció la limitación humana. ¿Pero qué hizo él para que no le condicionara en su misión?
Recordó su vocación, la decisión tomada, a lo que se había comprometido. ¿Podemos hacer nosotros lo mismo? Se trata de recordar nuestra llamada personal de Dios, las decisiones que hemos tomado, las cosas a las que nos hemos comprometido. Y, muy importante, de no olvidar el contexto en el que nos encontramos sin desconocer las consecuencias que vendrán de todo aquello. A veces sabemos qué acogemos, pero otras no, pues es un salto de fe. Igualmente, saber qué acogemos y aceptamos aunque nos cueste y nos duela es un gran paso de madurez personal y espiritual. Tener claro esto quita mucho sufrimiento mental. Y creo que Dios espera nuestra limitación, él nos ha creado y nos conoce bien, ahí podemos descansar nuestra autoexigencia. Él cuenta con nuestra rebeldía, pero no le importa porque ve que, una vez conectamos con él, todo vuelve a la calma y seguimos caminando. La clave está en querer aceptar. En poner en funcionamiento nuestra libertad y voluntad de buscar lo bello, bueno y justo para nuestra vocación y misión en aquello que nos toque vivir. ¡Lleva su tiempo, pero vale la pena!
En el interior de cada uno
Ya lo decía la biblia: «porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro». Quizá aquí hay muchas cosas que no vienen al caso con el tema de la aceptación (¿o, sí?), pero quería recalcar que el problema no está fuera sino dentro de nosotros; empieza ahí: cuando nos damos cuenta de que algo nos molesta, nos cuesta o nos hace estar inseguros. La primera reacción que nos sale es querer cambiar lo externo: al otro, la situación, el ambiente. Y es normal porque queremos quitarnos de encima ese sentimiento negativo que no podemos soportar mucho más tiempo. Pero estamos hechos de otra pasta y es una pena que muchas veces no queremos conocerla. Tenemos algo que es muy valioso y que puede hacer milagros: nuestra libertad. Libertad de aceptar lo que hay, lo que son las cosas. Libertad de aceptar a qué cosas llegamos y a cuáles no. Libertad de aceptar el reto de ir un paso más allá y afrontar aquello que nos cuesta vivir.
En algunas ocasiones nos tocará pasar por un duelo. Y no tiene por qué morir nadie. Me refiero a dejar morir esa parte de nosotros que se resiste al cambio, a la novedad, a que las cosas no sean como se espera que sean. Todos enfrentamos una pequeña batalla interior ante las situaciones que se presentan adversas o no cómodas. Pero, como dijo Benedicto XVI: «los caminos del Señor no son cómodos, pero no estamos hechos para la comodidad». Me parece toda una aventura humana y un camino asombroso para nuestro conocimiento personal el dejarnos hacer y sorprender por lo que Dios nos presente en nuestro caminar. Ir dejando el yo aferrado a “mis cosas” para convertirlo en un yo abierto a Dios y cada vez más cercano a un nosotros con Dios. Es una maravilla conocer personas que desbordan libertad en su vida sin perder nada de su personalidad.
Con la ayuda de Dios y la comunidad
Antes comentaba que se trataba de morir a uno mismo y lo decía como si fuera sencillo. ¡Ojalá! Pienso que solo se hace sencillo cuando nos ponemos, de verdad, cara a Dios contando con él y, también, siendo acompañados por otros hermanos en la fe. Si aceptamos que solos no podemos. Si aceptamos la ayuda de Dios y la compañía de la comunidad. Cuánto bien nos hace poder descansar aquello que nos hace sufrir y no avanzar porque nos paraliza, pensamos que el primer paso lo debe dar la otra persona, la situación debe cambiar o esperamos a que las circunstancias elijan por nosotros… Ponernos delante de Dios nos dará pistas de por dónde van los tiros en nuestro interior. Contar con la ayuda de los hermanos en la fe hará que veamos qué pasos dar y hacerlo desde nuestra verdad. Así tendremos paz en nuestro interior aun siendo las circunstancias adversas o viendo que no ha cambiado nada. Si nos centramos en nosotros, nos olvideramos de lo externo y poco nos influirá.
A veces solo podremos llegar a decirle a Dios: “ocúpate tú” y abandonarnos a su obrar porque ya no tenemos más fuerzas; o sí, pero toca confiar y dejar hacer. Otras, con poner de nuestra parte bastará. Y así con todo, saber reconocer las cosas y aceptarlas. En la tercera acepción del siginificado de la palabra aceptar en la R.A.E. dice: «recibir o dar entrada» y me encanta ese matiz de la apertura, de la espera, de abrazar lo que no es igual a mí. Esto me recuerda una cosa que no debemos olvidar nunca es que aceptar es otra forma de amar. Y es de lo que nos examinarán a final de nuestros días…
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