“¡Prepárate para el verano en Siquem!”
Recuerdo muy bien estas palabras que me dijeron varias personas al venir a Santander para realizar la Escuela de Discipulado. Para los que no lo sepan, los meses de verano en la comunidad suelen ser de bastante trabajo por las visitas de personas que quieren conocernos, también por la cantidad de hermanos de comunidad que vienen a descansar, a compartir y, por último, por la realización de nuestro campamento de verano para jóvenes. Cuando saltó la pandemia a mediados de marzo, y tras ver cómo se iban sucediendo los hechos, aquellas palabras se iban disolviendo y casi quedando en el olvido. Pero volvieron a cobrar vida en cuanto se pudo viajar por todo el territorio español a finales de junio. Sí, ¡verano! Y aquí fue cuando tuve la oportunidad de conocer qué alcance tenían esas palabras, si exageraban, si iba a ser capaz de pasar la prueba…
Hacer, hacer y volver a hacer
Cuando la responsable de Siquem nos envió por el grupo de WhatsApp el calendario con las visitas programadas, la distribución del trabajo y la asignación de tareas pensé que esto iba en serio. Respiré hondo con calma; todo estaba controlado (gracias, Dolos, por tanta claridad en el calendario, explicación y por tu buen hacer). Tomamos todas las precauciones necesarias ante el Covid-19 para poder llevar adelante las visitas, ¡y nos pusimos manos a la obra! Para mí esto significaba meterme en un hacer, hacer y volver a hacer. Solo veía las tareas a realizar, la fecha límite para todo ello, los encargos y compras pendientes… Es difícil salir de esa rueda si uno no se para y enfoca el para qué se hace lo que se está haciendo. Y muchas veces pensamos que por hacer tantas cosas buenas con un fin mejor estamos justificados. Nos confundimos si seguimos ese camino y podemos llegar a quemarnos. Pero, lo más alarmante es que todo aquello sin una razón de ser y una implicación de nuestras personas no da fruto. Es en ese momento cuando la frustración aparece llenando de sinsentido nuestras vidas.
Quién ser, ¿Marta o María?
No había pasado ni una semana y ya me había dado cuenta de que me había metido en esa famosa rueda. Había dejado a Dios el último en atender durante el día. No sé cuántos de vosotros podéis vivir sin vuestro café de buena mañana… Pues esa misma sensación de faltarme algo, de no salirme las cosas, de mirar para abajo, de no estar para nadie excepto para las cosas tenía yo sin tener mi momento con Dios. Recuerdo pedir a Dolos una mañana para no hacer nada salvo rezar y enfocar mi mirada. Me vino de golpe aquel pasaje del Evangelio de las hermanas Marta y María, y cómo Jesús dice a Marta que se tranquilice y que alce la mirada hacia su hermana pues ha escogido la mejor parte. Estaba claro que durante esos días estuve siendo Marta, pero quería ser María, ¡o las dos! Me debatía internamente y justo días más tarde salía ese pasaje en las lecturas del día. Qué descanso. Cuando uno se para todo le habla y encauza mejor su vida. Después de un rato a solas con Dios se ve por dónde ir y desde dónde prestamos nuestro servicio, tiempo y persona. A partir de ese mañana, donde pude descansar todo esto en Dios y de pedirle ayuda, tuve una vivencia más tranquila y conecté con las personas que nos visitaron; las cosas pasaron a un segundo plano.
Los demás son espejos
Al final nos plantamos en un 17 de agosto… ¡vacaciones comunitarias! Las dos últimas semanas de agosto la comunidad cierra, es decir, no recibe visitas. Yo tuve la oportunidad de realizar un curso justo la semana siguiente y salí de Cantabria. Esta desconexión, aun meterme en más actividad mental y organizativa, me vino bien y me abrió nuevos horizontes. ¡Aunque me topara de nuevo con el servicio! Fue curioso cómo Dios me siguió hablando durante esos días. Lo hizo a través de un amigo. Este se encargaba de la gestión de las comidas y organización de las mesas de la casa donde nos hospedamos. Fue verle actuar y verme en él. ¡Fue mi espejo! Iba de aquí para allá cargado con platos, vasos. Llevando la comida. Desplegando sillas, abriendo mesas. Dando alguna orden. Lo hacía todo sin alzar la mirada, sin recalar en los que tenía alrededor, sin relacionarse con la realidad que tenía delante. Esto fue lo que llamó mi atención: yo reconocía haber pasado por eso. Por muy al servicio que estuviera mi amigo, no me gustó lo que vi. Y, por tanto, no me gustó verme. ¡Pero qué bueno haberle/me visto! Por la noche fuimos a visitar un lugar emblemático de la ciudad donde era el curso y pudimos hablar. Se interesó por mi vida y yo por la suya, hasta que al final le compartí lo que me había enseñado verle estar al servicio. Fue una conversación que nos hizo un bien a los dos.
Al final, en la vida comunitaria no importan tanto las cosas que se hacen ni cuántas se realizan, sino que aquello que hagamos nos lleve a acercarnos más a Dios, a las personas con las que realizamos esa misión (hermanos de comunidad o no) construyendo juntos el Reino de Dios. Nos sirvan, también, para acercar a Dios a quien sirvamos con nuestras personas y, finalmente, nos hagan alcanzar nuestra mejor versión.
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