En los últimos días, para la explicación del tema de la percepción en psicología en 2º de Bachillerato, he estado buscando vídeos sobre los implantes cocleares. Estos implantes se ponen a personas con problemas graves de audición, ya sea de nacimiento o a causa de algún accidente o enfermedad. Algunas de estas personas no han escuchado nunca. Tras la operación en la que se coloca el implante, este se activa en un momento concreto. En este momento, las personas, de repente, comienzan a escuchar. En los numerosos vídeos que se pueden visualizar de este momento, se ven personas emocionadas que vuelven a escuchar después de mucho tiempo, o que escuchan por primera vez. Súbitamente adquieren un sentido nuevo. Los niños se muestran confusos y asustados. De repente oyen voces o ruidos dentro de su cabeza. Me cuesta trabajo imaginar cómo se debe experimentar el nacimiento de esta nueva capacidad, que ni tan siquiera podía ser imaginada antes.
A un clic de Dios
Pensaba si existiría algo así como un implante coclear de frecuencia divina. Un cambio en nuestras vidas que solo hiciera falta activar para escuchar la voz de Dios como nunca la habíamos escuchado. La voz de Dios a un clic de distancia, como las compras de Amazon. ¿A quién no le gustaría escuchar a Dios hablarle directamente? ¿Quién no ha querido escucharlo alguna vez en su vida? ¿Quién no ha esperado una respuesta clara a una pregunta? Aunque fuera por medio de un asombroso sueño.
Pero ese no es el estilo de Dios, al menos no es la forma habitual. Él habla de otras formas.
En este momento podría hablar de todas las formas en las que el creador se nos manifiesta. Podría hablar de la creación, de la Biblia, de Jesucristo, del ser humano, de la comunidad, de la Iglesia, de la voz de la conciencia y de mil escenarios más en los que Dios se nos manifiesta. Pero no soy un experto en el tema.
¿Queremos escuchar a Dios?
En lugar de esto formularé una pregunta. ¿De verdad queremos escuchar a Dios? ¿Qué parte de lo que Dios tiene que decirnos es lo que queremos escuchar?
Creo que nuestro problema en muchas ocasiones no es no saber lo que Dios quiere de nosotros, sino saberlo demasiado bien, hasta el aburrimiento. Varias veces a lo largo del año, mis alumnos de 2º de Bachillerato hacen comentarios de texto. Como son tareas largas y que no tienen solo una solución correcta, el proceso de corrección es largo y tedioso. Cuando estoy en casa con todos los trabajos por corregir, a menudo estoy deseando que surja cualquier obligación inesperada que me libere de la tarea. Pero no porque no sepa qué es lo que debo hacer. Es precisamente porque lo sé demasiado bien.
Buscando excusas
Con Dios pasa lo mismo. ¿Es que no sabemos ya lo que tenemos que hacer? Creo que lo sabemos demasiado bien. Pero a veces nos da pereza o nos aburre. O simplemente no queremos hacerlo. Qué bien nos vendría que se nos apareciera en una zarza ardiente y nos mandara a liberar a su pueblo de Egipto. La excusa perfecta para escapar de la rutina. Pero, no estoy seguro de que sea eso lo que queremos.
Si cuando estoy delante de los comentarios de texto se me aparece mi hijo y me dice que tengo que ayudarlo a hacer la Torre Eiffel con palillos de dientes, me voy con él con los ojos cerrados. Pero, ¿es realmente eso lo que querría? Al cuarto palillo estaría esperando cualquier otra aparición que me librara de la nueva tarea.
Dios habla en estéreo
Creo que el problema no es escuchar a Dios. Habla por todas partes. Lo que queremos escuchar es algo distinto. Pero lo principal está dicho. Si no se nos ocurre nada basta con que cojamos el sermón del monte, por ejemplo. Con eso tenemos para una temporadilla.
Por supuesto que no me refiero a esos momentos en la vida en los que uno tiene que hacer un discernimiento serio de una cuestión concreta que exige otros métodos y otra forma de interrogar a Dios y de escucharle. Pero para la mayoría de los momentos basta con prestar atención de forma adecuada.
Enfocando los sentidos
Recuerdo que cuando estaba en la facultad estuve en una fiesta en el piso de un amigo. Se llamaba Vicente. En la sala del piso tenía colgada una de esas láminas que esconden un dibujo en tres dimensiones y que tienes que mirar de una forma especial para encontrarlo. Después de mucho esfuerzo conseguí ver la figura oculta, aunque fragmentariamente. Se trataba de un tren cuya vía recorría un paisaje lleno de grandes cactus. Nunca he sido de beber mucho, pero en aquella fiesta debí hacerlo más de lo recomendable, porque, a medida que avanzaba la noche, cada vez veía aquel tren con mayor claridad. Bastaba con que me pusiera delante de la lámina. Creo que veía el tren hasta de lejos. Afortunadamente no hay que hacer nada raro para escuchar lo que Dios nos dice. Basta con querer, porque el mensaje está ahí siempre.
El otro día una amiga me mando un meme que refleja muy bien todo esto. En él aparece un hombre que habla con el pastor:
- Pastor, quería que Dios me hablara.
- ¡Fácil!, solo tienes que leer la Biblia.
- Pero yo me refiero de forma audible.
- Descarga la Biblia en audio.
Es lo que hay. Es cuestión de tener la entereza suficiente y seguir caminando.
Querría terminar con las palabras del salmo 94: “Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón”.
Genial el artículo, Carlos!! Me ha encantado!!