No sé si alguna vez has experimentado esa situación en la que alguien muy cercano a ti dice y hace cosas que sabes que no están bien, que te hacen daño y que le hacen daño, pero no te atreves a decírselo por miedo a herirle o a qué se lo tome “por el lado que no es” y empeorar así la situación.
En la comunicación es muy importante garantizar que el mensaje lanzado por el emisor llegue íntegro al receptor y sea entendido con la misma intencionalidad y contexto con el que ha sido enviado. Cuesta creer que algo tan sencillo sea de las cosas más complicadas que podemos experimentar. Y es que muchas veces en los mensajes se cuela ruido, pequeñas o grandes interferencias que distorsionan el mensaje original.
Todo influye, desde el estado emocional, el discurso interno que llevamos de serie, los estigmas o etiquetas, los juicios y prejuicios… y un sinfín de cosas más.
Aunque no me gusta hablar de generalidades, me voy a tomar la licencia de decir que hay tan solo dos tipos de emisores en estos casos: los que te dicen las cosas porque te aman y los que no.
Para estos, los que no nos aman, deberíamos evitar darle especial importancia y no dejar que ese mensaje nos cale y llegue a capas más profundas; pero a los primeros, a los que nos aman, deberíamos prestarles toda nuestra atención, porque ese mensaje pretende “construir” algo que o bien se está cayendo o sencillamente está mal de base y debemos tirar y volver a empezar de cero.
Creo que es “deformación” del ser humano rebelarse ante una corrección, fruncir el ceño y “arrugar el morro”. Como siempre me ha dicho un sacerdote muy querido: “tenemos derecho a enfadarnos pero no a que nos dure”. También resulta más fácil echar la culpa a otros o buscar responsables fuera de nuestra persona, y así evitar cargar con esa losa. Llegados a este punto, es inevitable reforzar el propio discurso y buscar que otras personas distintas al emisor del mensaje nos apoyen y nos den la razón, buscando consuelo ante la negativa o incapacidad de aceptar lo que se nos ha expuesto para evitar sufrir por ello. Pero ¡cuidado! que al buscar ese consuelo podemos empezar a difundir un nuevo mensaje que poco se parece al original, condicionado por nuestros propios “ruidos”, con lo que podemos dañar a mayores a aquellas personas que nos han intentado ayudar.
La mirada no debe desviarse nunca fuera de nosotros, sino que más bien debe centrarse en buscar en nuestro interior y empezar a remover entre los escombros, con la luz del Señor. Cuestionarse el porqué y descubrir a veces la diferencia entre lo que nos dicen y lo que creemos que vivimos y reflejamos al exterior.
¿Qué hacer ante tal situación?
Podemos adoptar el rol de víctima, “pobrecito de mí”, que todo lo hace mal y al que siempre culpan, o por lo contrario aceptar lo que nos han dicho, contrastarlo y, en la medida que sea posible, corregirlo. Es la diferencia entre edificar o seguir en ruinas.
Parece sencillo, pero aceptar y afrontar la verdad es un auténtico acto de valentía, el primer paso hacia la reconstrucción. Ver nuestra imperfección, pero a la vez saberse amado porque es el propio Señor quien nos ha puesto una familia, ya sea carnal o espiritual, para ayudarnos a crecer y cincelar esa pieza preciosa y única que somos cada uno ante sus ojos.
Patricia
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