Hace una semana aproveché para ponerme al día con unos amigos con los que hacía tiempo que no hablaba. Evidentemente el confinamiento de marzo y la situación actual inauguraron las conversaciones pero, a medida que avanzaban los temas, lo curioso es que ambos tenían cerca a personas que están muy enfermas (el padre, la mujer de un amigo) o próximas a morir (una conocida del trabajo). Cada uno vivía esta situación de una manera distinta: uno mostraba desasosiego porque no sabe si existe o no “algo” después de la muerte y otro, negación y enfado al no encontrar sentido a la enfermedad de su padre ni a su desenlace. Como saben que soy creyente, añadieron el “qué suerte tienes de creer en esas cosas”.
La cuestión es que hace unos días terminé un libro sobre el Credo que había empezado hace un año y medio. Cuando habla sobre la resurrección de la carne, el autor recoge las palabras de una carmelita francesa a la que dan cuatro años de vida tras diagnosticarle leucemia:
No sé lo que ocurrirá al otro lado, cuando para mí todo haya entrado en la eternidad. No lo sé, pero creo, creo solamente, que un Amor me espera. (…) Y si veis que tengo miedo -¿por qué no iba a sentirlo?-, recordadme sencillamente que un Amor, un gran Amor me espera. (Sor María del Espíritu Santo, 2003, p. 117)
En otro momento puede que no me hubiese llamado más la atención que otros pasajes del libro. Pero la casualidad no existe y me vinieron a la cabeza mis amigos y el sufrimiento que les provoca la perspectiva de la muerte. Ellos sienten que no es justo que una persona que se está dejando la vida para curarse no vea crecer a su hija. O que su ser querido, aquel que ha cumplido con todos sus “deberes” como persona (estudiar, formar una familia, trabajar, ser un ciudadano responsable) y se ha ganado el poder disfrutar de los frutos del trabajo bien hecho, lo que tenga sean meses de pruebas y tratamientos que no le aseguran alargar su vida dos años más. La muerte es el final de lo que son y de lo que conocen y, más allá de eso, la nada.
Para mí, la muerte no es una cuestión de justicia ni de méritos; es parte inherente de la vida. No quiero decir que no tenga miedo (de momento, vivir se me está dando bien y no sé cómo funciona lo de morirse), pero tengo que darles la razón porque realmente sí que tengo suerte. Aunque la vida se complica (o nos la complicamos), lo cierto es que nuestro tiempo aquí es finito. Y cuando termine, que terminará, creo firmemente que hay alguien que me quiere y me está esperando. No es un cualquiera ni está haciendo pan de la que llego. Nos quiere y nos está esperando.
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