Después de tres años, en el curso 1994/5, dejé el seminario. Me había dicho a mí mismo, tras experimentar fuertemente el efecto que la oración había tenido en mi vida, que no abandonaría la costumbre de practicarla con regularidad una vez me fuera. Mi salida del seminario tuvo mucho de cansancio, de experimentar que no quería ese camino en aquel momento. No es que viera claramente que aquel no era mi camino. Más bien era un “no quiero” y, más allá de otras consideraciones, para mí en ese momento era la mejor razón para irme.
Así las cosas, ¿cómo iba a ponerme a rezar con abandono y entrega? ¿Cómo iba a ponerme delante de Dios a preguntarle cuál era su voluntad para mi vida? ¿Y si me decía que me quería en el seminario?
Sed
Allí acabó, por el momento, mi vida de oración. Claro está que había una sed de trascendencia. Que tenía que volver una y otra vez sobre mí para saber quién era y qué quería en esta vida. Una vida que se presentaba ante mis ojos abierta y llena de futuro, de infinitas posibilidades. Durante un tiempo tuve la sensación muy clara de que tenía mi destino en mis manos, y que podía elegirlo. Era libre, muy joven y tenía posibilidades de seguir estudiando lo que quisiera si era eso lo que deseaba.
Empecé una carrera que me encantaba, conocí muchísima gente, adelgacé bastante y me puse en forma. Hoy día sigo teniendo envidia de mis alumnos de segundo de bachillerato cuando terminan y se van a la universidad. Sin embargo, estaba esa sed de trascendencia de la que acabo de hablar. Había un hueco.
Cuando estás en el seminario, toda tu vida está orientada a lo mismo. Hay un fin que unifica todas tus actividades y que llena todo de sentido. Y ahora… faltaba algo. Porque, junto con mi vida de oración, se había ido también mi fe.
Había sed, había preguntas, había dudas sobre algunas cosas, como los milagros (o aquello que solemos llamar milagros desde una perspectiva creyente). Los fueran o no, eran cosas muy difíciles de explicar científica o racionalmente. Había también muchas experiencias vividas. Pero todo eso, aunque apuntaba a Dios, no me llevaba a Él.
A veces se comenta en Fe y Vida que Dios habla lo suficientemente fuerte como para que lo puedas escuchar si quieres, pero lo suficientemente bajo como para que puedas ignorarlo. Y así eran todas estas experiencias. Hablaban de trascendencia, de Dios. Apuntaban a Él, como ya he dicho. Pero siempre puedes explicar las cosas por la casualidad, por la sugestión, etc. Aunque a veces la misma explicación sea más rebuscada y difícil de creer que la referencia a lo divino, pero dicha explicación siempre tiene cabida.
Buscando
Vino entonces mi búsqueda intelectual de Dios. Reflexionaba, me hacía preguntas, leía filosofía. En el día a día podía ir a un grupo de oración, e iba a misa los fines de semana. Pero no podía afirmar que creyera en Dios, que creyera que Él existía. Porque la vía racional o intelectual te deja a las puertas. La razón te lleva a la posibilidad de que Dios exista, o a la posibilidad de que no sea así. Al menos, ahí me llevaba a mí. Para llegar a Él había que dar un paso más, y no era un paso intelectual.
Vinieron muchos años de una creencia sin convicción, sin la más mínima seguridad. Casi como si hiciera las cosas “por si acaso”. No fuera a ser que al final sí existiera Dios. No podría haber afirmado frente a alguien que Dios existiera o que, al menos, así lo creyera yo.
Cuando comencé a salir con Adela, con la que actualmente llevo 22 años casado, estuvimos en varios grupos de fe y, finalmente, estuvimos trabajando bastante en la parroquia de Los Barrios, el pueblo donde vivimos durante nueve años.
Decidiendo
En 2013 hice los cursillos de cristiandad y allí la cosa empezó a cambiar. Mi fe se hizo mucho más sólida, en el sentido que voy a explicar ahora, pero la huella de la duda seguía allí de fondo. ¿En qué sentido se fortaleció entonces mi fe? No en el sentido de una mayor certeza de la existencia de Dios. Fue en la dirección de la decisión y la confianza. Una confianza extraña, porque no tienes seguridad de si la persona en la que estás confiando existe realmente.
Explicaré esto con un poco más de detalle. Estaba harto de mis constantes dudas, del regreso a las preguntas sobre la existencia de Dios. Sabía que, por mucha fuerza con la que creyera en una fase determinada de mi vida, en algún momento volverían las preguntas, las dudas. Alguien que me conociera bien me podría decir, en cada ocasión que me asaltaran las dudas, “¿otra vez estás con eso?”.
Cuando comprendí que era cíclico y que no estaba en mi mano salir de aquella dinámica, tomé una decisión. Allí estaba Jesús de Nazaret, la necesidad de trascendencia, el testimonio de otros creyentes, los santos, aquellos milagros difícilmente explicables que tanto me interpelaban antes, etc. Y decidí fiarme, apostar por ese tío de los evangelios que parecía tan majo. No tengo certeza de que Dios exista, pero me voy a fiar de todo esto, voy a confiar. Apuesto por esto y pongo toda la carne en el asador, a ver hasta dónde me lleva.
Viviendo (a duras penas)
A los pocos años de todo esto, supe que me llevaba a Cantabria (desde Andalucía). Y luego me ha llevado hasta Siquem, la casa que la comunidad Fe y Vida tiene en Santander.
Y, cómo lo llevo. Pues por rachas, pero hay épocas en las que lo llevo mal. Apuestas tu vida por algo que no vas a tener claro hasta el día en el que te mueras. Sin duda, al menos en mi caso, está siendo una vida buena. El seguir apostando al mismo número me ha llevado a vivir un montón de cosas extraordinarias y a conocer a muchísimas personas fascinantes. Le comentaba a alguien el otro día que no sé qué cosas hubiera hecho si no hubiera seguido en este compromiso, pero sí sé todo lo que me hubiera perdido de haber tomado otro camino.
Escucho con envidia los testimonios de conversión de otras personas, los momentos en los que se encontraron con Dios y su vida cambió para siempre. Pero supongo que, si al final de todo Dios existe, el plan que tiene para mí es que hable de Él desde esta fe vacilante. Que pueda hablar con aquellos que no han tenido una experiencia fuerte de Dios y les dé mi experiencia de que se puede desarrollar una fe distinta.
Pero es duro. Es duro ir a la capilla y estar el tiempo que debes de estar delante del sagrario sin saber si realmente estás solo; hablar al cielo sin saber si hay alguien al otro lado. Es duro escuchar cómo las demás personas hablan y cantan sobre el amor a Dios y tú no puedes tener un amor así a alguien del que ni siquiera sabes si existe. Al menos no puedes tener un amor como sentimiento. Si el amor lo entiendes como tratar de hacer lo que se supone que Él quiere que hagas, tratar de hacer su voluntad, entonces sí. Pero, como digo, es duro. Es duro ver cómo las personas que te rodean pueden hablar de Dios como lo mejor que les ha pasado en su vida y pueden exhortar con emoción a los demás; y que tú solo puedas decir que puede que Dios exista y que, si eso es así, merece la pena intentar buscarlo.
Es lo que hay
Me gustaría tener una fe mucho más viva, una convicción más fuerte, algo más de certeza. Pero no la tengo y no sé hasta qué punto está en mi mano conseguirla. Me rodeo de personas creyentes, hago lectura espiritual y le pido más fe a Dios. Siempre se puede leer más y pedir más… Bueno, esa es mi tarea. Pero hasta ahora, esto es lo que hay. Sin más.
[…] ha acabado basándose en una decisión. Fue lo que expliqué en el último artículo que escribí aquí. No sé si Dios existe o no, mi razón solo me lleva a la antesala de la respuesta, pero me atrae […]