Terminó agosto y con él las vacaciones para una gran mayoría de personas. Y, con el inicio de este septiembre arrancamos un nuevo curso, probablemente el más desconcertante de los últimos tiempos por las pocas certezas que le acompañan. La crisis sanitaria mundial que en España está siendo más intensa que en otros lugares, acompañada de la débil situación de la economía marcará, nos guste o no, los próximos meses de nuestras vidas a nivel personal y social.

A principios de año nos vimos asaltados por esta especie de tsunami que nadie fue capaz de prever y que nos obligó a sacar lo mejor de cada uno de nosotros para dar respuesta a las situaciones tan dramáticas y dolorosas en algunos casos en las que nos vimos envueltos. Fue todo tan repentino que a lo largo de las últimas semanas de marzo y las primeras de abril nos las ingeniamos para mantenernos a flote y respirar como bien pudimos. Y la verdad es que creo que en general podemos sentirnos satisfechos. Cada uno desde nuestras casas supimos sacar adelante a nuestras familias, nuestras obligaciones laborales y nuestro compromiso de fe. La Iglesia y los diferentes movimientos y comunidades nos las arreglamos para mantener viva nuestra fe personal y comunitaria.

Pasado el tiempo y con varios meses de pandemia a nuestras espaldas se nos plantea un nuevo desafío: la capacidad para planificar y organizar nuestra respuesta a diferentes escenarios que nos podemos encontrar. Como Iglesia somos responsables de cuidar y alentar la vida de fe de mucha gente. Es cierto que la fe y la relación con Dios es una cuestión personal y, como tal, cada uno somos responsables de nosotros mismos, pero de igual manera, de la Iglesia se espera que vele por el bienestar espiritual de los cristianos.

Hemos tenido meses para analizar cuál es la realidad de cada diócesis, comunidad y movimiento, cuáles son las necesidades de las personas que están vinculadas con nosotros y qué es lo que les podemos ofrecer o incluso aquello que les podemos pedir llegado el momento. Es cierto que no sabemos a ciencia cierta las circunstancias en las que nos vamos a encontrar dentro de unos meses pero sería terrible que nos volviésemos a ver en la necesidad de improvisar intentando simplemente “salvar los muebles” de nuevo.

En general, en la Iglesia no se nos da bien pararnos a evaluar cómo estamos, qué necesitamos o hacia dónde vamos. Hace años (o siglos) que hemos cogido una velocidad de crucero que muchas veces no nos permite tomar distancia para calibrar cuál es nuestra realidad y las respuestas que necesita nuestro mundo hoy en día. Y de modo similar sucede lo mismo en muchas de las realidades que conforman a la Iglesia universal. Pero en las actuales circunstancias en las que nos podemos ver de nuevo en la situación de que nuestras dinámicas habituales como comunidad se vean alteradas, se hace necesario tener claro cuáles son nuestras prioridades pastorales y tener opciones para darles respuesta.

Analizar nuestra realidad, conocer las necesidades de nuestra gente y tener claro cuál es nuestra misión principal se antoja vital para mantener esa conversación con el Espíritu Santo que nos conduzca a navegar sobre esta tempestad con la confianza de que es Jesús quien nos guía a buen puerto.