Es como estar en la playa, con los pies metidos en esa agua que me refresca, que puedo tocar, ver y escuchar. Puedo incluso olerla o saborear su gusto salado. Miro al horizonte y me pregunto por la inmensidad escondida bajo la superficie. Puedo escuchar historias de viajeros y submarinistas, incluso de algunos pescadores. Pero yo estoy allí, en la orilla.

Ante la falta de creencias fuertes con las que responder a las preguntas que me hago, mi fe ha acabado basándose en una decisión. Fue lo que expliqué en el último artículo que escribí aquí. No sé si Dios existe o no, mi razón solo me lleva a la antesala de la respuesta, pero me atrae la figura de Jesús y decido fiarme de Él y ver hasta dónde me lleva la vida.

En el mismo artículo también comenté que esta decisión me hace avanzar, pero que a veces no era suficiente para seguir adelante y el camino se me hacía duro. En esos momentos, que no son demasiados porque mi decisión está bien fundamentada y mi apuesta es fuerte, mi cabeza se hace preguntas, muchas preguntas. ¿Hay un mundo bajo la superficie del mar? ¿Hay algo más que la simple materia?…

Sobre la libertad

En estos últimos días, dándole vueltas a todo esto, he llegado a lo siguiente: creer en Dios es afirmar que hay algo más que lo meramente material. Y eso es dar un salto que muchos no están dispuestos a dar. Pero, ¿y la libertad?

Cuando, como profesor de filosofía, les explico a mis alumnos de secundaria cosas relacionadas con la libertad, les digo que creer que somos libres implica lo siguiente. A lo largo del tiempo, el universo ha ido evolucionando movido por las férreas leyes de la física. Nada ha escapado de ella. Creer que somos libres es dar por hecho que hay una serie de seres que, no sabemos cómo, han saltado por encima de esas leyes deterministas y pueden decidir si actuar de una forma u otra. Al menos eso es así si hablamos de libertad entendida como libre albedrío, es decir, como se entiende normalmente. No estamos hablando de que somos seres tan complejos que no sabemos todas las variables de nuestro comportamiento y que por ello nos da la sensación de que somos libres. Sino que estamos diciendo que realmente podemos decidir y estar por ello más allá de las leyes físicas.

Quizás alguno pueda decir que la complejidad de un órgano como el cerebro puede hacer que surja la libertad como propiedad emergente. Pero yo no acabo de verlo. La verdad es que veo difícil poder afirmar la libertad si niego la existencia de algo distinto a lo material. ¿Estamos dispuestos a negarla?, ¿a afirmar que todo lo que hacemos está determinado, aunque de manera muy compleja, por las leyes físicas?, ¿afirmaremos que no hay sitio para la moralidad o para juzgar un acto como bueno o malo?

El mal en el mundo

Mis pensamientos en estos momentos de crisis también me han llevado a preguntarme últimamente por el mal en el mundo. El tema es todo un clásico. Me decían hace poco en una conversación que cómo es posible que las desgracias que pasan en el mundo, las que sufren los niños por ejemplo, estén en los planes de Dios, que cómo esos hechos podían estar en la voluntad de Dios. He estado reflexionando en la diferencia entre la voluntad y los “planes”, y pongo planes entre comillas. Cuando uno tiene un hijo sabe que le van a pasar cosas malas en su vida. Que se va a caer y se va a hacer heridas, que se va a angustiar y va a pasar miedo, que se va a poner enfermo… Incluso sabemos que, en algún momento, morirá. Podemos decir que está en nuestro “planes”, entre comillas otra vez. No es que cuando se caiga y se haga una herida le esté pasando algo que yo quería, pero si sabía que, seguramente, le iba a pasar.

Uno puede pensar que, siendo Dios omnipotente y omnisciente, y sabiendo las cosas terribles que le iban a pasar a muchas personas, cómo, aun así, siguió con sus “planes”. Supongo que será, en parte, un tema de perspectiva. Me imagino a Dios, o cualquiera de nosotros, delante de un mundo vacío de seres libres, teniendo que decidir si creaba o no al ser humano. Siendo un ser libre sabemos que va a hacer cosas terribles, también otras maravillosas. ¿Qué decidiríamos? Evitar todos los actos que sean demasiado terribles sería, en definitiva, no hacer seres libres. Por otra parte, hay un tema de eternidad. No podemos tomar la decisión de la existencia de los hombres sin tener una perspectiva de inmortalidad y de una vida más allá de esta.

Y, ¿qué se le podría ocurrir a Dios hacer para crear al ser humano y evitar en lo posible que hagamos cosas terribles? Bueno, una conciencia moral, revelarse al hombre, enviar profetas y santos, instaurar un sentimiento de misericordia en nuestro interior, dar unos mandamientos a modo de orientación… incluso encarnarse y bajar a la Tierra.

El silencio de Dios

En estos pseudobrillantes razonamientos estaba, más pseudo que brillantes, cuando me fui a caminar escuchando el cuento “El silencio de Dios”, de Juan José Arreola. En él, un hombre cansado de tratar de hacer el bien sin conseguir hacerlo nunca sin que el mal se colara en sus actos, escribe una carta a Dios, y la deja abierta sobre la mesa para que Él la lea.

Dios, en respuesta a dicha carta, comenta:

…mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente humano, mi intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de cosas más espaciosas, estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros, resultan poco adecuados para mí. Para expresarme adecuadamente, debería emplear un lenguaje condicionado a mi sustancia. Pero volveríamos a nuestras eternas posiciones y tú quedarías sin entenderme. Así pues, no busques en mis frases atributos excelsos: son tus propias palabras, incoloras y naturalmente humildes que yo ejercito sin experiencia.

        Y yo sigo reflexionando, ahora sobre las palabras y sus límites para hablar de Dios. Sobre esos símbolos que transparentan al mismo tiempo que opacan. Es importante, cuando uno habla de estas cosas, hablar así, y que no falten expresiones pseudopoéticas en este tipo de elevadas reflexiones.

Las palabras de Dios

En el mismo relato, más adelante, me encuentro también con lo siguiente:

Lo que sí te recomiendo, y lo hago muy ampliamente, es que, en lugar de ocuparte en investigaciones amargas, te dediques a observar más bien el pequeño cosmos que te rodea. Registra con cuidado los milagros cotidianos y acoge en tu corazón a la belleza. Recibe sus mensajes inefables y tradúcelos en tu lengua.

Creo que te falta actividad y que todavía no has penetrado en el profundo sentido del trabajo. Deberías buscar alguna ocupación que satisfaga a tus necesidades y que te deje solamente algunas horas libres.

Después de esto, no es que vaya a decir que no hay que ocuparse de estos temas y estas reflexiones. Todos nos hacemos preguntas y tenemos que saber “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pedro 3, 15). Pero quizás sea el momento de dejar esta crisis aparcada, mirar las maravillas que me rodean y ponerme a trabajar duro.

El silencio de Dios

No te sorprendas porque contesto una carta que según la costumbre debería quedar archivada para siempre. Como tú mismo has pedido, no voy a poner en tus manos los secretos del universo, sino a darte unas cuantas indicaciones de provecho. Creo que serás lo suficientemente sensato para no juzgar que me tienes de tu parte, ni hay razón alguna para que vayas a conducirte desde mañana como un iluminado.

Por lo demás, mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente humano, mi intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de cosas más espaciosas, estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros, resultan poco adecuados para mí. Para expresarme adecuadamente, debería emplear un lenguaje condicionado a mi sustancia. Pero volveríamos a nuestras eternas posiciones y tú quedarías sin entenderme. Así pues, no busques en mis frases atributos excelsos: son tus propias palabras, incoloras y naturalmente humildes que yo ejercito sin experiencia.

Lo que sí te recomiendo, y lo hago muy ampliamente, es que en lugar de ocuparte en investigaciones amargas, te dediques a observar más bien el pequeño cosmos que te rodea. Registra con cuidado los milagros cotidianos y acoge en tu corazón a la belleza. Recibe sus mensajes inefables y tradúcelos en tu lengua.

Creo que te falta actividad y que todavía no has penetrado en el profundo sentido del trabajo. Deberías buscar alguna ocupación que satisfaga a tus necesidades y que te deje solamente algunas horas libres. Toma esto con la mayor atención, es un consejo que te conviene mucho. Al final de un día laborioso no suele encontrarse uno con noches como esta, que por fortuna estás acabando de pasar profundamente dormido.

En tu lugar, yo me buscaría una colocación de jardinero o cultivaría por mi cuenta un prado de hortalizas. Con las flores que habría en él, y con las mariposas que irán a visitarlas, tendría suficiente para alegrar mi vida.

En vez de firma, y para acreditar esta carta (no pienses que la estás soñando), te voy a ofrecer una cosa: me manifestaré a ti durante el día, de un modo en que puedas fácilmente reconocerme, por ejemplo… Pero no, tú solo, solo tú habrás de descubrirlo.