Siempre me ha encantado leer y en aquella época devoraba de forma compulsiva libros de todo tipo. Mucha filosofía, libros sobre religiones orientales, sobre yoga, reencarnación… Leí de todo. Pero el vacío seguía allí, aunque mi actividad frenética no me dejase hacerle mucho caso. Hasta que en el trabajo me anunciaron un cambio de ubicación, que aunque suene ridículo, iba a partir mi vida por la mitad.
Yo iba andando al trabajo. En Madrid esto es un auténtico privilegio. Pero el traslado suponía un trayecto de una hora en transporte público, para llegar hasta un polígono industrial que nada tenía que ver con la oficina agradable y bien ubicada en la que había trabajado hasta entonces. Y otra hora de vuelta. Aquellas dos horas diarias aparentemente marcaban la diferencia entre vivir bien, y no poder soportar mi existencia. Es cierto que objetivamente aquel cambio me complicaba la vida. Tenía que madrugar una hora más, y me lo ponía muy difícil para llegar a tiempo al colegio y recoger a mi hijo. Pero la reacción fue desproporcionada. Mi estómago se encogió y parecía incapaz de digerir. Sentía un ardor de estómago insoportable que pasó a ser permanente. Me detectaron una anemia alarmante, por lo que tenía que tomar hierro. El hierro empeoró aún más el estado de mi estómago.
Peregriné por varios médicos. Después de pruebas de todo tipo, me diagnosticaron cardias incompetente. La “tapa” de mi estómago no se cerraba y ése era el origen de la sensación de quemazón permanente en el esófago. La “solución” de los médicos: omeprazol de por vida y dieta estricta. Me dijeron que tenía que dormir incorporada, y que cenase todo lo temprano que pudiera. Para mi, cenar más tarde de las siete era garantía de no pegar ojo esa noche. El origen de la anemia no se sabía cuál era, y no había forma de erradicarla. El agotamiento me tenía derrotada. Me habían apretado un poco las tuercas, y el cambio había venido a demostrarme de forma inequívoca lo que de algún modo ya sabía pero no me atrevía a admitir: algo estaba fallando en mi vida. Si un traslado en el trabajo podía descolocarme de esa manera, es porque las cosas no estaban tan bien como yo pensaba. Ese vacío que estaba allí desde hacía tiempo, aunque camuflado, se hizo insoportablemente evidente.
Así estaba yo cuando una amiga me invitó a Alpha. Tocando fondo físicamente, estresada y angustiada. Lo primero que pensé fue decir “no”. Todo eran inconvenientes. El curso se iba a impartir en otro municipio, a media hora de mi casa, y empezaba a las nueve. Teniendo en cuenta que era entre semana y al día siguiente tenía que levantarme a las seis, con el nivel de agotamiento que tenía, con la anemia y todo lo demás, me parecía inviable. Además el aliciente de la cena, para mi no era tal. No podía cenar a esas horas, así que si iba, tendría que mirar mientras los demás cenaban.
Lo lógico era decir “no”. A todos los inconvenientes anteriores se sumaba mi marido. Me dijo abiertamente que le parecía fatal que fuese. Si yo era reticente ante todo lo que tuviera que ver con la Iglesia, él era aún más radical que yo. Siempre nos hemos llevado fenomenal y no solemos discutir, pero tuvimos varias broncas a cuenta de Alpha. Aquello era lo que me faltaba. Pero la fe inexplicable de mi hijo había ido cambiado de forma imperceptible mis planteamientos, y contra todo pronóstico, dije “si”.
Mónica (Villanueva de la Cañada)
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