El próximo día 13 de noviembre hará dos meses desde que estoy de baja en el trabajo. Básicamente por ansiedad. “Trastorno adaptativo” dice el diagnóstico. A todo hay que ponerle un nombre.

Ha sido un tiempo que he aprovechado para hacer más ejercicio, comer menos y pensar más; un tiempo de interiorización y de autoconocimiento. Desde los tiempos del oráculo de Delfos con su máxima de “conócete a ti mismo” e incluso desde antes, sabemos la importancia de conocernos a nosotros mismos.

Buscando y rebuscando

Conocerme a mí mismo ha sido una de las principales ocupaciones que he tenido a lo largo de mi vida. He mirado tanto a mi interior que cuando miro fuera me molesta la luz. Porque en todo se puede ser exagerado.

No estoy seguro de los frutos que ha llegado a tener tanta exploración. Quiero pensar que ha sido un tiempo bien empleado, una exploración fértil; pero no estoy seguro.

En mi búsqueda, he escrito mucho sobre lo que vivía en distintos momentos de mi vida. He analizado recuerdos de mi infancia y he tratado de desenterrar algunos que pudieran estar enterrados (sin conseguirlo), he hecho interminables listas de mis cualidades y defectos, he buscado test psicológicos, he leído libros de filosofía, de psicología, de autoayuda y autoconocimiento, he intentado practicar la meditación, me he parado a observar mis sensaciones corporales, mis emociones y mis reacciones ante los hechos de la vida, me he preguntado por el porqué de algunas de las cosas que he hecho, he preguntado, aunque no mucho, a otras personas cómo me ven…

Sacando conclusiones

Cuando observo toda esta lista de acciones que he ido llevando a cabo para saber quién soy llego a dos conclusiones. La primera, lo difícil que es llegar a conocerse.

La segunda, que quizás anula la primera, es: cómo nos gusta complicarnos la vida.

Transpareciendo

¿De verdad es necesario todo esto? Dice Ortega que para saber quién es el hombre es necesario conocer su historia. En la narración de esta aparece, transparece dice él, su ser.

Creo que es un buen camino para conocer al hombre como especie, la especie humana. Pero también para conocernos a nosotros mismos. Miremos nuestra historia. Contémonos nuestra propia historia.

¿Es que el haber estado tres años en el seminario no dice algo de quién soy?, ¿no dice algo de mí el hecho de que la primera carrera de que empezara a estudiar fuera Física, y que después intentará volver a recomenzarla en dos ocasiones?, ¿no revelan mi ser las noches pasadas mirando estrellas?, ¿no aparezco yo, transparezco, tras todo lo vivido entre fogones, tras el estrés ante los trámites burocráticos, tras mis ganas de bailar sin atreverme a hacerlo en público, tras los miles de momentos compartidos con otras personas sin tener palabras con las que seguir la conversación?

Claro que sabemos mucho de nosotros, solo hay que mirar y no cerrarse a la verdad. La mayoría de las cosas no están ocultas, están a la luz, solo hay que mirar de forma adecuada. Cualquiera de nosotros está ahora mismo en disposición de descubrir un montón de cosas sobre él mismo con solo contemplar su historia.

Es cierto que también hay cosas ocultas, o cosas que nosotros mismos escondemos por diversos motivos. Yo cuando era pequeño tenía tics, y además siempre he comido mucho de forma ansiosa. Sin embargo, siempre me he tenido por una persona muy tranquila. Y hasta lo aparento para mucha gente. En este tiempo de baja el velo ha caído de mis ojos y veo ahora que, efectivamente, soy ansioso. Es un cambio importante en la visión que tengo de mí mismo, un paso adelante en el camino del autoconocimiento.

Pongámonos apocalípticos

Sin embargo, más allá de todo este esfuerzo que podemos llevar a cabo para lograr el conocimiento de uno mismo, de todas estas estrategias que podemos llevar a cabo, hoy quería fijarme en otra cosa.

En el capítulo dos del Apocalipsis se anuncia que, a los vencedores que pasen todas las pruebas, el Señor le dará “una piedrecita blanca, y escrito en ella un nombre nuevo, que nadie conoce sino aquel que lo recibe” (Ap. 2, 17).

Pues he aquí otro camino. “Yo soy quien dices que soy” afirma la letra de una canción que escuchamos mucho en la comunidad. Por qué no interrogar a Dios, por qué no pedirle que nos diga nuestro nombre. Ese que nos representa realmente, ese que esconde nuestra misión, como el de Abraham o el de Israel o Pedro. ¡Señor, dime mi nombre!

Mientras tanto, nos toca caminar poco a poco, en búsqueda, pero sin complicarnos más de la cuenta, porque hay que ir avanzando y, además, sabemos muchísimas más cosas de las que pensamos. Yo he empezado poniéndole nombre a mi ansiedad.