“Albóndigas de proteína vegetal para los amantes de la carne”. No. No es un artículo sobre una receta de cocina ni una crítica gastronómica. Me encontré de bruces con este anuncio en el restaurante de una conocida tienda de muebles. Y casi me explota la cabeza intentando descifrar cuál era la intención de dicho anuncio, más allá de invitarme a comer esas “albóndigas” ¿Es un plato para veganos? ¿Para amantes de la carne con el colesterol alto? Soy incapaz de descifrarlo. Y confieso que no las probé. Tal vez si lo hubiera hecho me hubiese quedado todo más claro.

Traigo aquí esta anécdota porque me ha dado mucho que pensar. Los publicistas son muy listos y normalmente no dan puntada sin hilo. Si este anuncio ocupaba una valla publicitaria 8×3 en un centro comercial no es casualidad. En él todo era ambiguo. Y esto me hizo reflexionar en que este es un claro ejemplo de la cultura en la que nos movemos. Una cultura en la que es muy complicado ponerle nombre a las cosas. Siempre se corre el riesgo de dejar a alguien fuera, de ofender o, simplemente, de que alguien se sienta ofendido. El lenguaje se ha convertido en el dueño de nuestra realidad, aunque muchas veces cueste encontrarle el sentido a lo que escuchamos o leemos.

Con frecuencia nos encontramos con discursos, teorías, ideologías y todo lo que quieras, cargadas de palabras, pero vacías de contenido. O irreales. O absurdas. Pero como la palabra lo aguanta todo, te puedes permitir decir lo que te dé la gana porque en realidad el único dueño de la realidad eres tú mismo. El pensamiento crítico es denostado o incluso perseguido en según qué ámbitos y así nos encontramos en que cada vez es más difícil descifrar la verdad.

Y con ello muchas veces también la realidad.

La Iglesia no se escapa de este problema. Desde hace décadas (por lo menos) muchos de nuestros libros, discursos y homilías se alejan de la realidad. No voy a decir que sean falsos, pero sí que su relación con el hombre de hoy en día cada vez es más fría y distante. Nos cuesta aterrizar la “teología”, la “liturgia” y muchas otras facetas del cristianismo que deberían ser apoyos y palancas en nuestra vida de fe y que ahora mismo no están cumpliendo su función.

La vida y las luchas de los cristianos, muchas veces, no encuentran respuesta en el discurso de la Iglesia.

Como cristianos estamos llamados a ser honestos, auténticos y comprensibles. Se nos ha encomendado transmitir un mensaje y debemos hacerlo de la manera más clara posible. Lejos de ambigüedades, dobles sentidos o, directamente, discursos sin contenido real. La deriva a la que nos empuja la sociedad va en sentido contrario a este planteamiento, pero debemos ser tenaces en este empeño de ser claros y fieles al mensaje del Evangelio. Huyamos de la tentación de edulcorar o revestir el cristianismo con fórmulas que le hagan perder su sentido original. Debemos encontrar un lenguaje sencillo, accesible, real y transparente con el que nos entiendan y así poder transmitir toda la grandeza del Evangelio.