A las puertas de la navidad nos encontramos por todas las esquinas representaciones del nacimiento de Jesús. Esos belenes que adornan escaparates, iglesias, salones… y en los que vemos a la Sagrada Familia en un humilde establo rodeada de animales y gentes con curiosidad por adorar al pequeño Jesús.

Esta representación, iniciada según la tradición por San Francisco en un pueblecito del interior de Italia, se basa en el relato de los Evangelios que nos habla de cómo José y María tuvieron que “buscarse la vida” para encontrar un lugar ¿decente? para alumbrar al Hijo de Dios. Si hacemos el ejercicio de dejar a un lado la “literatura” del relato y no nos perdemos en si nació en un establo o en un cobertizo, lo que podemos extraer seguro del Evangelio de Lucas es que el lugar en el que nació Jesús no era un sitio apropiado para un rey, ni siquiera para una persona normal. Lo que nos transmite la Palabra es que la historia de Dios encarnado comienza en un lugar muy, muy pobre y humilde, en una cuadra sucia y maloliente, porque las cuadras, los establos y ese tipo de sitios son así: sucios y malolientes.

Marcando las distancias

Pero yo no quiero hablar de la navidad ni del nacimiento de Jesús. Quiero hablar de nuestra imagen de Dios y de cómo nos relacionamos con Él. Yo no soy mucho de joyas, ni de adornos. El oro y los metales preciosos nunca me han llamado la atención. Por eso siempre me ha chirriado mucho encontrarme con esos retablos dorados en las iglesias, esos candelabros brillantes, los ornamentos litúrgicos ostentosos, las custodias de oro rematadas con piedras preciosas. Cada vez más me parece un contrasentido revestir a Dios de esa manera. Dios es rey y señor de todo lo creado, es cierto, y no seré yo quien lo ponga en duda, pero creo que es un error asociar su señorío con la idea de poder y dignidad de nuestra sociedad. Es posible que una vez más se nos haya ido la mano dando una respuesta desmesurada a algunos atributos de Dios.

¿Qué sucede cuando llegas a un lugar especialmente lujoso? ¿Cuando te encuentras con una persona seguida de un séquito, vestida pomposamente y a la que todos guardan pleitesía? Pues lo más habitual es que te sientas fuera de lugar, que no sepas bien cómo comportarte y relacionarte, que te veas en definitiva pequeño y alejado de la persona con la te encuentras. ¿Es posible que nos suceda esto con Dios? Si nos empeñamos en asociar la imagen de Dios con la imagen de las riquezas humanas conseguiremos que nuestra relación con Dios se asemeje a la relación que podríamos llegar a tener con nuestros gobernantes o con las estrellas mediáticas de la actualidad. Y eso, aquellos que nos consideramos cristianos convertidos. ¿Qué pensarán aquellas personas que no conocen aún a Dios? No parece fácil acercarse a alguien de quien nos separan tantos elementos que en nuestra cultura actual indican que nos encontramos en dos niveles sociales diferentes y que raramente se tocan.

Comportarse correctamente

De la misma forma a veces pienso que es excesiva, e intento escribir con todo el respeto, la manera en la que se espera que nos comportemos en determinadas situaciones o lugares: iglesias, procesiones, ceremonias… El silencio, las genuflexiones, los “gestos piadosos”, ¿representan realmente la forma en la que Dios quiere que nos relacionemos con Él? Hace unas semanas me encontraba con amigos muy queridos a los que hacía muchos meses que no veía en un templo y el sacerdote nos “invitaba” a saludarnos y abrazarnos en la calle no el templo “…en la iglesia está Jesús y hay que comportarse con respeto…”. Estoy completamente seguro de que Jesús no se escandaliza porque salude a alguien en su presencia, ni que le demuestre cuanto le quiero y le echo de menos, ni siquiera de le gaste una broma y que nos riamos los dos. De la misma forma, me cuesta imaginarme a ese Jesús que se hizo hombre, obrero, carpintero o lo que fuese, deseando que me arrodille cada vez que me encuentro con Él, que le vitoree o que baje la mirada. Si fuese así supongo que se hubiese encarnado en un rey o en alguien importante y alejado de la gente.

Jesús escogió hacerse hombre (cuando no era necesario) y en su forma humana no buscó “dignidades” sino que eligió ser un cualquiera. Se relacionó con la gente de tú a tú, les tocó, les abrazó, comió y bebió con ellos. Lo que sabemos de Jesús es que no quiso separarse de la gente, ni en su forma de ser, ni en su manera de vestir, ni en donde vivía. Y a veces tengo la sensación de que nosotros tratamos de colocarle en un lugar que Él no eligió. Le separamos de nuestras vidas con gestos y con adornos. Le alejamos de su pueblo querido quizá porque en la distancia nos sentimos más cómodos, porque ahí es más fácil vivir sabiendo que nunca podremos alcanzar la majestad de Dios. La distancia que nos separa es insalvable y eso nos permite justificar muchas de nuestras actitudes. Pero en el relato de la vida de Jesús creo entrever que Dios busca la cercanía, se convierte en un ejemplo, en una “parábola de vida” que nosotros podemos entender e imitar.

Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre.

Juan 15,15.

Jesús me ha salvado, me ha dado todo lo que soy y lo que tengo, más aun de lo que soy capaz de percibir, y por supuesto que le estoy agradecido. No se me ocurre otra cosa que hacer en esta vida que enfocarla completamente a Él. Que nadie tenga la menor duda. Pero Dios, en su encarnación, rompió las barreras que nos separaban. No nos empeñemos en volverlas a levantar. Caminemos a su lado, comamos y bebamos con Él, abracémonos en su presencia y riámonos también. Seamos sus hijos, sus amigos, sus amantes… lo que queramos ser, pero siempre teniendo muy claro que lo que Dios quiere es que estemos siempre cerca y que seamos nosotros mismos.

Misericordia quiero y no sacrificios.

Oseas 6,6.