¿Ganar o perder la vida? ¿Cómo puedo saber si estoy haciendo una cosa o la otra con mi vida? Supongo que es la edad, recién rebasados los cuarenta, la que me empuja a pensar y a preguntarme acerca de estas cosas. Y como yo, seguramente que tú también, en algunos momentos de más calma o de especial tensión también te preguntes si tu vida merece la pena, si hay algún sentido en lo que vives y en lo que haces.

Yo muchas veces tengo dudas. Dudas de si todos estos años vividos me han llevado a donde quería llegar y de si los que me quedan (quién sabe cuántos) servirán para despejar esas dudas. Veo muchas cosas buenas en mi vida de las que me siento orgulloso, no por haberlas conseguido, sino por haberlas aceptado y disfrutado. Pero también veo aspiraciones y sueños que se quedaron por el camino y que es más que probable que ya sean inalcanzables. No me preocupa en general. La vida te va presentando opciones y tú eliges. Y gracias. Hay muchas vidas que ni siquiera tienen esa capacidad para elegir.

Pero últimamente hay un aspecto de mi vida que me ocupa el pensamiento y la oración. Y es la idea de si mi vida está dando fruto para el Reino de Dios. Si echo una mirada a mi alrededor, digamos que, sin levantar mucho la vista, puedo ver que mi esfuerzo, aunque quizá no sea muy eficaz, sí que ayuda a otras personas, a mi familia, a mi comunidad, a mi entorno en general. Intento vivir mi vida en clave de servicio, aunque no siempre lo consiga. Tal vez los frutos no sean muy vistosos ni llamativos, pero hago lo que puedo, creo que sinceramente.

Si levanto la mirada y trato de coger más perspectiva, la perspectiva que dan los años, reconozco que me cuesta más ver esos frutos. No sé si será porque los sueños o las expectativas de juventud no se han concretado como esperaba, tal vez porque eran demasiado ambiciosas y quizá porque yo no puse todo de mi parte, pero lo cierto es que me parece que mi vida no está siendo relevante en cuanto a lo que el Reino de Dios necesita. O al menos en lo que yo creo que necesita.

Y últimamente rezo mucho por esto. Le pido al Señor que no permita que mi vida sea infructuosa y reconozco que rezo también porque la vida de la gente que me rodea, que sé que tienen un sincero deseo de quesea útil, tampoco se pierda. Que los esfuerzos, las renuncias, las ilusiones, los desvelos y los trabajos sirvan para que Dios sea una realidad en la vida de todo el mundo.

Y la respuesta que obtengo es una certeza muy fuerte de que eso es así. Que cada una de nuestras vidas está cooperando para que el Reino de Dios sea una realidad. Quizá no veamos los frutos que esperamos, o con los que soñamos, pero Dios no deja que ninguna vida se pierda si hay un deseo sincero de vivirla de cara a Él. Y cada vida es como si fuese una piedra que sustenta el edificio y, aunque las haya muy vistosas, situadas en los lugares más visibles y con muchos adornos, hay otras escondidas, enterradas en la tierra, soportando el peso de la construcción pero que nunca serán vistas por nadie. Y otras que estarán en una pared aparentemente intrascendente, pero que son esenciales para darle estabilidad y continuidad al edificio. Y esta visión me da esperanza.

Me da esperanza en que, aunque yo no sea capaz de tener una visión completa de lo que está sucediendo en la obra de la creación de Dios, puedo tener la seguridad de que mi vida no se está perdiendo, sino que es necesaria y valiosa para que esta obra continúe creciendo. Y eso, en este tiempo en el que la muerte se nos hace más cercana y que por momentos parece que nos acorrala, me ayuda a comprender que todas las vidas son valiosas, están interrelacionadas y tienen un legado para la humanidad.

En nuestras manos como cristianos está la capacidad de hacer que ese legado trascienda y se convierta en algo más grande e influyente de lo que nunca podamos soñar. Porque la vida en Dios siempre supera nuestras expectativas. Y por esto es por lo que rezo cada día.