Todos hemos visto alguna vez la típica escena de película en la que un personaje está muriendo y se afana por dar a otra persona un último mensaje. Puede ser el nombre del asesino, el lugar donde está escondido un tesoro o dónde vive la persona que están buscando, un mensaje de amor… Da igual, el caso es que vemos en la pantalla, y comprendemos perfectamente, cómo el otro personaje de la película inclina su oído hacia la boca del moribundo intentando captar esas últimas palabras. A veces, nosotros mismos nos adelantamos en el sillón para escuchar más claramente. Se supone que si uno se va a morir y se esfuerza por decir algo es que va a ser importante.
Recuerdo que, cuando era pequeño y mi mundo era mi casa y mi familia, me atormentaba pensando cuál debía ser la última palabra que dijera antes de morir. Las dos palabras entre las que dudaba eran “Papá” y “Mamá”. También en ocasiones pensaba la palabra debía ser “Dios” o “Jesús”. Si hoy día me hiciera un planteamiento parecido supongo que entre mi lista de palabras también aparecerían los nombres de mi mujer y los de mis hijos. Y, en el futuro, quizás también los de mis nietos.
Pero da igual. En verdad lo que nos debe preocupar realmente es lo que decimos ahora, en nuestro día a día.
Abordando el tema
Y así, con esta introducción autorreferencial, me gustaría a continuación hablar de la comunicación y, más concretamente, de la escucha.
El pasado fin de semana estuve junto con mi mujer en Barcelona, en la XVIII Jornada del grupo Sant Jordi, cuyo tema era “la escucha”. Siendo un tema tan importante y tan amplio al mismo tiempo, se me vienen a la cabeza decenas de ideas que me gustaría compartir. Algunas descubiertas o recordadas en la Jornada, otras aprendidas en otros momentos.
Me impresionó por ejemplo la carta de una persona ingresada en cuidados paliativos en la que pedía al destinatario de la carta que no le diera consejos, que esos se lo podía dar él mismo. Y que, en cambio, hiciera “lo que yo no puedo hacer por mí. Escucharme”. Reflexioné sobre los tipos de escucha existentes, sobre las distintas cosas a las que puedo prestar atención: a la naturaleza, a mi cuerpo, a Dios, a la historia, a los gestos de los demás, a lo que me dicen, a lo que no me dicen, a cómo me lo dicen… Recordé la máxima de Watzlawick, teórico de la comunicación, en la que afirma que es imposible no comunicar.
Pero no es de esto de lo que quiero escribir hoy.
Historia de un pez
Contaré una historia. Al fin y al cabo, ¿no tienen algo de historia todas las cosas que decimos?
Ramón era un pez payaso. Vivía en la pecera que estaba en la estantería. Como no tenía manos, porque era un pez, no podía hacerse entender por medio de gestos. Tampoco podía poner caras expresivas. Para ello tendría que ser, por lo menos, un mamífero. Pero sus ojos, cada uno a un lado de la cara, no daban para mucho. Cuando hablaba solo le salía la “o” y, por muy fuerte que la gritara, el agua ahogaba su voz.
Un día, alguien puso un espejo al lado de la pecera. Ramón miró hacia él y descubrió un precioso pez blanco y naranja. Le pareció bellísimo. No podía oírlo, pero vio que al nadar hacía todo tipo de señales con su cuerpo, a través de las cuales podía comprender exactamente cómo se encontraba. A menudo, se le escapaba un “o” que a Ramón le encantaba, aunque solo lo veía, no podía escucharlo. Siempre eran oes, pero siempre significaban cosas diferentes y maravillosas. Ese pez payaso, además de ser muy gracioso, era un magnífico poeta. A pesar de ser un pez, Ramón nunca había visto a nadie que hablara con tanta profundidad.
En los momentos antes de que la chica de la habitación le echara de comer, cuando le enseñaba el bote de comida a través del cristal de la pecera, podía observar lo alterado que se ponía su vecino. Y lo entendía bien, porque él mismo se ponía igual de nervioso. Cuando la comida caía volando a la pecera, casi no atendía al lado, porque se ponía a comer ansiosamente. Pero, incluso en esta situación, cuando miraba de reojo, veía la voracidad con la que comía su “silencioso” vecino. Y también esto le decía mucho sobre él.
Un día, habían pasado ya algunos años desde que llegó el inquilino de al lado, Ramón empezó a encontrarse mal. También su ya amigo parecía no estar muy bien. Le faltaba el aire, o el agua, no sé. Y abría y cerraba la boca de forma muy ostensible.
La chica se acercó, pensó que estaba dando sus últimas boqueadas. Se acercó y lo miró atentamente. Incluso acercó el oído.
Y, entonces, lo escuchó. Vio su malestar, escuchó sus “oes”, comprendió que, con esa única letra, era capaz de decir muchas cosas. Incluso tuvo que reírse con uno de los comentarios de aquel pez payaso que parecía empezar a conocer.
Explicación innecesaria
Hay que decir que Ramón se recuperó bastante bien al sentir que tenía una nueva amiga. Mejoró al experimentar que aquel ser tan inexpresivo que se movía por la habitación y lo miraba de vez en cuando era en verdad alguien maravilloso. También a la chica le fue mejor a partir de entonces. Una nueva pequeña alegría había surgido en su vida, compartiendo su habitación con aquel pez tan expresivo y gracioso. No tenía manos para hacer gestos, pero su estado de ánimo se dejaba ver en sus movimientos, solo decía una letra, pero expresaba mucho y hasta esos ojos, uno a cada lado de su cara, le decían ahora muchas cosas.
Y aquí estamos nosotros, con nuestras “oes”. Qué corto el lenguaje y qué infinito lo que está por decir. Personalmente, debo decir que me siento a veces como un pez. No porque crea que soy un besugo o un payaso, aunque a veces lo soy. Es cuestión de eso, de momentos en los que quieres expresar y solo tienes disponible una letra, en la que tus gestos no dicen lo que a ti te gustaría gritar, o en los que el agua que te rodea acalla tu voz.
Una confesión. Desdramaticemos
Debo confesar que, después de haber escrito el párrafo anterior he estado a punto de quitarlo, y lo he dejado porque me parecía que estaba chulo. Siempre es reconfortante hacerte un poco la víctima. Aunque, si nos metemos en filosofía podemos hablar de la soledad del ser humano en lo más íntimo de sí mismo aunque, en mi caso concreto, me suelo encontrar bastante acompañado. Siendo verdad que no hablo mucho y me gustaría expresarme más y mejor, también lo es que tengo mucha gente a la que contarle mis penas y mis alegrías, que escribo de vez en cuando, que otros me cuentan cosas…
Pero el mundo está lleno de peces que nadan a nuestro alrededor sin que los escuchemos. Nos incorporamos en nuestro sillón para escuchar lo que dice el agonizante de la película, pero nos perdemos lo que la gente nos transmite constantemente. Sí, como dice Watzlawick, es imposible no comunicar. Mis alumnos, por ejemplo, me gritan constantemente (no en el sentido literal de la palabra, aunque a veces también). Cuentan historias continuamente. Lo hacen también mis hijos, mi mujer, las personas que me cruzo por la calle, aquellas con las que comparto el autobús, e incluso los peatones que cruzan por el paso de cebra mientras voy conduciendo.
Propongo que nos despeguemos del respaldo del sillón y acerquemos el oído. No hace falta esperar al momento cumbre de la película o a que el otro esté cercano a la muerte. Se puede hacer ya, con el que esté cerca ahora mismo. Nunca hay silencio. Siempre hay comunicación, siempre hay historias. Solo hay que sintonizar.
Otra explicación innecesaria
Hay otra explicación que, por innecesaria, creo que no hace falta detallar, pero que me gustaría dejar apuntada. Se refiere al hecho de que este artículo aparezca en el blog de una comunidad religiosa como es Fe y Vida.
Solo señalaré algo que se mencionó en la jornada, y es el hecho de que la expresión del principal mandamiento del pueblo judío empieza con un “escucha”: shemá Israel. Que no se puede ser cristiano sin escuchar a Dios y sin escuchar a los que me rodean. Y que en Dios tenemos un escuchador perpetuo que rompe hasta nuestra soledad más íntima y nos ama sabiendo exactamente cómo somos.
Que cada uno haga sus enlaces.
[…] cuatro días me dediqué a observar. En el artículo anterior Carlos nos invitaba a escuchar y recordaba la importancia de este gesto. Y es lo que puse por obra […]