En el anterior artículo que escribí en el blog comenté cómo el transito por la vida nos ayudaba a conocernos a nosotros mismos y también a conocer a Dios. Hoy me quiero fijar en cómo vamos conociendo a los demás a través de la convivencia y cómo en esta misma convivencia nos vamos conociendo a nosotros mismos.

Nuestro interior, su exterior

Escuché justamente ayer que, en este mundo de redes sociales en el que vivimos, acabamos comparando nuestro interior con el exterior de los demás. Y es una comparación injusta.

Ponemos una foto en las redes sociales y, como nuestra exposición a las mismas no es instantánea, suele ser una imagen ya filtrada. Nos ha dado tiempo a destilar. Y tratamos de hacer lo mismo cuando estamos en público, con otras personas. La relación es ahora más inmediata y tenemos menos tiempo para maquillar lo que hacemos. Pero seguimos haciéndolo. Nos impulsa el querer quedar bien, las costumbres sociales, los hábitos adquiridos… Demasiadas cosas.

Observados de cerca

Pero ¿qué pasa cuando los que están a nuestro alrededor viven con nosotros? Hace ya casi siete meses que mi familia y yo nos vinimos a vivir a Siquem, la casa que la comunidad tiene en Santander. Con nosotros vive Rocío, una hermana de comunidad célibe que comparte el proyecto con nosotros. En una convivencia diaria empiezas intentando aparentar, por lo menos hasta cierto punto. Pero se acaba viendo quién eres. Es cuestión de tiempo.

Al principio vas descubriendo ciertas costumbres del otro que te pueden sorprender más o menos. Vi que Rocío era muy eficiente haciendo las cosas y que no solía dejarlas para después, que intentaba comer sano, que le gustaba jugar al baloncesto, que repetía las frases típicas y los chistes de su padre y que tenía sus propias expresiones y palabras paradigmáticas suyas. Mi favorita es “nosecuantitos”, pero hay otras.

En la mirada del otro

Después, con el tiempo y el roce, vas conociendo cosas más profundas. Probablemente algunas que ni siquiera el otro conoce. Pero lo que más me llama la atención es que, con la convivencia, también te vas conociendo más a ti mismo. A veces, por comentarios del otro. A Rocío le hace gracia que yo apoye la mano en la pared mientras cocino y yo ni siquiera me había dado cuenta de que lo hacía. En ocasiones me ve y me lo dice. Es como una voz en off que describe lo que estoy haciendo. Otras veces tomas conciencia de ti mismo y de tus cosas, simplemente, por la presencia del otro.

Es verdad que yo siempre he sido muy reflexivo y “me conozco bastante bien”. (Esta última frase, la que está entrecomillada, hay que leerla con mucha ironía e imaginando carcajadas y algarabías de fondo). Creo que soy reflexivo, sí. Pero lo de conocerme a mí mismo… Los filósofos existencialistas hablan de que nos conocemos a nosotros mismos en la mirada del otro.

Si, por ejemplo, pruebo la comida que estoy haciendo con la punta de la cuchara que estoy usando para cocinar (cosa que nunca he hecho, ni volveré a hacer), no es algo automático y sin conciencia como ocurriría cuando estoy solo con mi familia. Ahora, ante la mirada del otro, tomas conciencia de lo que estás haciendo. Y, a partir de ahí, juzgas y decides.

Puedes ocultar el gesto los primeros días o las primeras semanas. Pero si es un gesto tuyo, acabará saliendo. Rocío había venido a casa varías veces antes de empezar el proyecto en Siquem, pero nunca me vio, creo, perder la paciencia con los niños y hablarles mal. Aquí si lo ha visto. Y, en la medida que ella está presente, lo veo yo también. Me veo en su mirada.

Como en casa

No voy a decir que no es un peso sentirse observado. Pero trae frutos. Uno de ellos, es la mejora del autoconocimiento. Otro fruto, a largo plazo, es la comodidad, la sensación de estar en casa.

En la película ¿Conoces a Joe Black?, en la que Brad Pitt hace el papel de la muerte, hay una escena que refleja muy bien esto. Cuando Adela, mi mujer, y yo dábamos cursillos prematrimoniales nos gustaba ponérsela a todas las parejas. En dicha escena, Joe Black (la muerte hecha persona), le pregunta a otro personaje cómo sabía que su esposa lo quería. Él le dice que ella conoce todos sus secretos y sus defectos y que aún así seguía con él. Y le explica que cuando se llega a eso es algo extraordinario.

Observados por Dios

Hasta aquí mi experiencia. Ahora dos propuestas. La primera tiene que ver con usar deliberadamente la mirada de los demás. Por qué no preguntamos a los demás sobre cómo nos ven. No en plan profundo como hablamos a veces. No en el sentido de “dime cómo me ves en este momento o en qué cosas puedo mejorar”. Me refiero a algo más de andar por casa. Qué tal si hacemos un test sobre nosotros para que lo contesten los demás. Entre el 1 y el 10 ¿cómo me ves de extrovertido? Cosas de ese tipo. A lo mejor nos sirve. Ahí queda la proposición.

La segunda propuesta es la siguiente. Por qué no usamos esa otra mirada que siempre tenemos presente para conocernos a nosotros mismos. Por qué no tratamos de tomar conciencia de cómo nos mira Dios. Qué pasaría si consiguiéramos depender un poco menos de lo que los demás pudieran ver en nosotros y probáramos a imaginarnos cómo nos mira Él. Seguramente cambiara nuestra valoración de muchas cosas. Quizá nos descubramos mirados con una sonrisa en alguno de nuestros pecados “inconfesables”. Como cuando los padres miramos a veces a los hijos pequeños cuando están haciendo algo “malo” y no se dan cuenta de que los estamos mirando. Y probablemente no pasaríamos por encima algunas cosas que hacemos o que dejamos de hacer.

Narrados por Dios

¿Qué diría su voz en off? Yo escucharía cosas del tipo: “mira, otra vez se pone el despertador a las cinco pensando que se va a levantar a terminar de preparar lo de las clases”, “le está hablando su hija y no levanta la cara del móvil”, “otra vez ha dicho ‘ya veremos’ para evitar tomar la decisión que tiene que tomar”, “está atracándose de patatas fritas porque está ansioso”, “otra vez leyendo el Marca en el ordenador en lugar de ponerse a corregir, ya ha leído en cinco sitios distintos qué es lo que tiene que hacer el Cádiz para mantenerse en primera”…

Creo que puede ser un experimento enriquecedor. Yo al menos lo voy a probar conscientemente cuando me acuerde. Pero sin obsesionarnos. No se trata de sentirnos observados y vigilados, sino de tomar conciencia de esa mirada llena de amor que nos conoce mejor que nosotros mismos. La mirada del que ya se había dado cuenta de que me apoyo en la pared mientras cocino y que pruebo la comida mientras la hago. Y que, aun así, apuesta por nosotros.