Supongo que ya sabéis que se han iniciado los preparativos para un nuevo sínodo que se celebrará en la Iglesia en el año 2023. El tema a tratar durante este sínodo es el de la sinodalidad. Si, es cierto que parece un juego de palabras hablar de un sínodo sobre la sinodalidad y reconozco que la primera vez que lo leí me resultó igual de ridículo que un informe médico que definía el síntoma de un paciente como “dolor que le duele”. Me recuerda mucho a aquel lema de los años 60 de “Prohibido prohibir” o a cuando algún político, en un alarde de conciencia democrática, propone una votación para decidir si se vota una propuesta.

En un primer momento no genera mucha confianza un proceso que va a evaluar el propio proceso. Un sínodo es básicamente una reunión de obispos en la que se trata un tema referente a la vida de la Iglesia y en el que se deciden las líneas de actuación a seguir en los próximos años (décadas). Por eso la idea de evaluar el sistema por el que la Iglesia trata de marcar sus actuaciones futuras sea a través del mismo sistema me invita a recordar la imagen de la pescadilla que se muerde la cola. Lo siento, no lo puedo evitar.

En este caso una de las innovaciones de este sínodo es el trabajo previo que se realizará desde ahora hasta el año 2023 en el que se celebrará la asamblea de los obispos. En él se busca profundizar en la idea de sinodalidad de la Iglesia, primero en las iglesias locales (diócesis), con la intención de dar la oportunidad a todos los bautizados de expresarse con una escucha real de sus planteamientos y propuestas. Esto es un paso importante, aunque mi naturaleza desconfiada me dice que en esos encuentros, probablemente presididos y dirigidos por sacerdotes, será difícil que aflore el verdadero pensamiento de las personas que se animen a participar. Después las conclusiones irán subiendo de nivel: conferencias episcopales, continentales… hasta llegar al sínodo en cuestión donde serán debatidas por los obispos, que finalmente junto con el Papa serán quienes lleguen a las conclusiones pertinentes.

Os voy a contar algunos de mis miedos, penas e incomprensiones, perdonadme si os aburro. El primero es que me parece muy complicado que la opinión de los laicos, que en realidad son la gran mayoría de los cristianos sea escuchada por quienes dirigen todos los estamentos de la Iglesia. Para empezar porque la formación de esos laicos para opinar y debatir de los temas que se van a proponer no es suficiente por no decir que es inexistente. No existe un modelo real para que una formación seria llegue a los laicos. Estamos metidos en una rueda en la que se da por bueno y normal que el cristianismo se base en una pasividad sacramental en la que el papel del laico sea acudir a misa y colaborar en algunas actividades de la parroquia. La necesidad de responsabilidad y de una formación acorde con esas responsabilidades es básica para un sano sostenimiento de nuestra Iglesia. Creo que hay una tremenda falta de conciencia en los laicos de lo necesario que es formarse y tener una opinión fundamentada de lo que sucede en la Iglesia para ser un cristiano de verdad y no solo un mero espectador. Sin esa formación y responsabilidad necesaria, en esos encuentros previos, simplemente aparecerán opiniones o ideas (muchas veces peregrinas) como las que le escucharé a mi cuñado en estas fiestas navideñas acerca de cualquier tema que surja en la mesa.

Por otra parte todo este proceso comienza con un documento de trabajo creado por obispos, debatido en unos equipos dirigidos por delegados de los obispos y que en última instancia será puesto en común por obispos que serán quienes terminen el proceso llegando a unas conclusiones que muy probablemente se parezcan mucho a las ideas que desde el principio tenían esos obispos. No quiero ser malpensado y no quiero que de mis palabras se saque la conclusión errónea de que existe una especie de conspiración o manipulación por parte de la jerarquía, pero lo cierto es que es muy difícil, en todos los ámbitos, dejar de lado nuestras propias ideas para dar paso a las ajenas. Es un ejercicio complicado y más especialmente en un ambiente tan cargado de “autorreferencialidad” como es el de la Iglesia Católica, como bien ha dicho el Papa Francisco. Abrirse a nuevas ideas de escucha, de opinión y finalmente de gobierno no será tarea fácil para quien no tolera bien las críticas ni los cambios.

Lo cierto es que un órgano de gobierno en el que la ausencia de voz de grandes mayorías en la Iglesia como las de las mujeres (más del 50% de los cristianos) y los laicos puede hacer que se pierda la perspectiva de las necesidades reales de la institución hoy en día. Y si bien es cierto que no se trata de funcionar como una democracia y de que finalmente todos esperamos que sea el propio Espíritu Santo quien dirija a la Iglesia, también es verdad que Dios puede hablar a través de cualquiera como desde el principio de su relación con el hombre lo hizo a través de  ganaderos como Amós: “… Me gano la vida cuidando ganado y cosechando higos silvestres.” Am 7,14. 

La voluntad del Papa Francisco de cambiar estructuras eclesiales anquilosadas es clara e indudable y de ahí ese empeño en abrir ventanas para ver con claridad qué es lo que pasa dentro de la Iglesia. Confiemos en que este proceso sirva para dar más pasos hacia una verdadera sinodalidad que permita que el conjunto de la Iglesia se pueda expresar y, de la mano del Espíritu Santo, decidir de qué forma dará sus próximos pasos.