Me han pedido que cuente mi testimonio sobre Alpha y quiero ser breve, pero os adelanto que mi vida se ha transformado de tal manera ¡que no sé por dónde empezar!
Primero intentaré que os hagáis una idea de dónde estaba yo “antes de”, y para eso es inevitable que os hable de mi hijo, porque sin saberlo, él fue mostrándome lo equivocada que estaba, y allanando el camino que me llevó a Alpha.
Cuando nació mi hijo, me negué a que fuera bautizado. Era el primer nieto para mis padres, y su nacimiento fue todo un acontecimiento en la familia. Mi madre consiguió agua del río Jordán para el bautizo, pensando que no podría negarme, pero vaya si me negué. Tuvimos broncas en las que mi madre amenazaba con llevarse al niño y bautizarlo, y yo le aseguraba que si hacía tal cosa no volvería a verlo más. Mi abuela tenía un tremendo disgusto, pero yo lo tenía clarísimo: no iba a permitir que “contaminasen“ a mi hijo.
Cuando llegó el momento de buscar un colegio para él, estaba claro que tenía que ser laico. Era un requisito imprescindible. Desde luego me esmeré en darle una educación laica a mi hijo. Ahora me parece increíble, pero así era yo hasta no hace tanto tiempo. Todo lo hacía por el bien de mi hijo, quería sinceramente lo mejor para él, y por aquel entonces la Iglesia Católica me parecía un entramado de poder y corrupción del que no quería que formase parte.
Pronto empecé a ver que mis esfuerzos por darle una educación laica a mi hijo iban a servir de poco. Desde muy pequeño mostró un interés perseverante por el origen del mundo y del hombre, por la muerte, por todo lo trascendente. Por las mañanas, cuando íbamos camino del colegio, la conversación invariablemente acababa poniéndose trascendental. Me sorprendía con preguntas para las que no tenía respuestas y con el tiempo fui perdiendo la seguridad agnóstica que tenía al principio. Ya no veía las cosas tan claras. Cuando empezó primaria, eligió religión como asignatura optativa. Pensamos que quería estar con sus amigos, y total, la religión en un colegio laico a la que iban a dedicar como mucho una hora semanal tampoco podría “perjudicarle” demasiado. Además siempre estaría a tiempo de cambiar.
Sin embargo, continuó con sus clases de religión, hasta que un día, cuando tenía ocho años, nos preguntó si había sido bautizado. Le dijimos que no. Y nos dijo que se quería bautizar. Intentamos darle largas. Pero en seguida me di cuenta de que aquello iba en serio. Fuimos varias veces a la parroquia más cercana a nuestra casa, pero nunca conseguimos hablar con un sacerdote. Solía estar cerrada, y si estaba abierta nunca vimos a un cura con el que poder hablar. Todo aquello reforzaba mi postura: la Iglesia es impresentable.
Entonces una amiga me dijo que conocía a un sacerdote muy majo que seguro que lo bautizaba. Como mi hijo seguía insistiendo, fuimos a verle. Los niños de su edad estaban en catequesis para preparar la primera comunión, así que este sacerdote decidió darle una catequesis de bautismo sólo para él. Aquello me pareció increíble. No nos conocía de nada, sabía que vivíamos en otro municipio, y además, la parroquia estaba hasta arriba de gente. Lo cierto es que aquel sacerdote acogedor, lleno de entusiasmo y de alegría, no encajaba ni remotamente con la idea de la Iglesia que yo tenía por aquel entonces, pero mis prejuicios estaban bien construidos y no iban a cambiar de un día para otro. Habíamos sufrido pérdidas muy duras, de personas muy jóvenes que se habían ido para siempre en nuestro entorno más cercano. Por aquel entonces pensaba que era mucho mejor que Dios no existiera, porque si existía, parecía que disfrutaba haciéndonos sufrir. En aquel momento yo no estaba para revisar nada.
Mi hijo iba entusiasmado a su catequesis, pese a que yo intentaba disuadirlo. Le decía que si se aburría no hacía ninguna falta que volviéramos, pero él tenía claro que iba a seguir hasta el final. Y así fue como pese a todo, fue bautizado. Su padre y yo asistimos como meros espectadores, sin terminar de creérnoslo. Después hizo su primera comunión. Recuerdo que, contra todo pronóstico, me emocioné de forma completamente inexplicable cuando mi hijo comulgó. En aquella época yo me hubiera burlado sin piedad de la típica llorica que monta el numerito. Nunca en mi vida he hecho un esfuerzo tan enorme por no llorar. Pero fue inútil. Algo se había conmovido de forma inesperada en lo más profundo de mi corazón. Sin embargo, luego me sentí ridícula por haber llorado de aquella manera delante de todo el mundo, e intenté olvidar sin más aquel episodio de debilidad. Es increíble cómo me esforcé en negar lo evidente, simplemente porque no encajaba en mis planes.
Por lo demás, mi vida transcurría aparentemente bien. Mi matrimonio funcionaba fenomenal, teníamos un hijo maravilloso que nunca nos dio ni el más mínimo problema, los dos teníamos trabajos estables, y una vida sin complicaciones. Viajábamos bastante, siempre teníamos un plan apetecible a la vista, y sin embargo, yo sabía en lo más recóndito que me faltaba algo. Pero no sabía lo que era…
Mónica (Villanueva de la Cañada)
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