Hace un tiempo que le entregué mi vida al Señor. Hoy por hoy, puedo decir que Él me está dando el ciento por uno y en la Pascua que hemos celebrado no ha sido para menos, pues he podido gustar del maná del Cielo.
Sé que todo esto suena maravilloso pero detrás de esta felicidad hay también una historia de sufrimiento. Me gustaría que esta crónica ayudara a algún corazón que, esté (como el mío estaba) sediento del amor de Dios, pues como dice el Salmo 41: “como busca la cierva corrientes de agua así te busca mi alma a ti Dios mío”. Para eso me gustaría empezar citando algunas palabras de nuestro hermano Josué que tocaron mi corazón en una de las enseñanzas que tuvimos. Esta trató sobre la Cruz: “la cruz que cargamos no son los sufrimientos fruto de nuestro pecado personal ni de nuestras decisiones conscientemente asumidas”. Dios nos da una Cruz capaz de ser soportada por nosotros, Él jamás te va a dar una cruz que no seas capaz de llevar. Eso me llevó a entender que todo el odio que había sentido en mi corazón a lo largo de estos años era fruto de una “cruz” que yo me había impuesto y por eso no era capaz de levantarme. Lo primero que tenemos que hacer para seguir a Cristo es deshacernos de esas “falsas cruces” que nos auto-implantamos y aceptar la verdadera: la que nos da Jesús, que es la que nos santifica.
Durante este retiro de Pascua me he ido dando cuenta de la maravillosa obra que ha hecho Dios y solo tengo palabras para darle gloria, bendecirlo y alabarlo. En un mundo que está en tinieblas yo sueño con que esta Comunidad sea su fuego vivo porque nuestro Dios es fuego consumidor (Hebreos 12:29). Las personas de este mundo necesitan de la sanación del Señor, necesitan conocer su amor y dejar de llenar ese vacío de cosas finitas y perecederas. Ahí es dónde entramos nosotros: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5:14). Estas palabras son las que yo sentía cuando el jueves por la noche en la Hora Santa rezamos junto a Jesús en el monte de los olivos: “me voy pero os dejo al Espíritu Santo que brilla en vosotros. Sois Templos del Espíritu Santo.” Y veía cómo nosotros, efectivamente, éramos velas y el Espíritu, la llama, y juntos, el fuego. Cuando se acercaba el momento de la Vigilia Pascual empecé a sentir que ese día el Señor iba a resucitar en mí. No lo hice esperar y le abrí mi corazón desde el primer minuto que entré en oración en los laudes. Todavía tengo grabada la canción que cantamos: “caiga sobre la tierra reseca del hombre tu lluvia Señor”. Esa noche acudí a recibir el Cuerpo de Cristo con la certeza de que Dios me había llamado a formar parte de su ejército para llevar su Palabra a todos los rincones. El Señor quiere hacer grandes obras contigo así que déjate moldear por su mano, no tengas miedo. Hubo grandes momentos en este encuentro entre el Norte y el Sur, todos ellos fueron un regalo. Me gusta pensar que formamos parte de la Historia del Pueblo de Dios, que somos una voz, un corazón contigo Señor y que declaramos una y otra vez que en Ti seguimos siendo uno.
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