No me considero una persona con mucha fuerza de voluntad. Recuerdo tener algún que otro problema en secundaria a cuenta de que nunca encontraba el momento perfecto para ponerme a estudiar. Podía pasarme horas deambulando por casa sin ninguna otra cosa que hacer, pero rara vez me venía la “inspiración” de sentarme delante de los libros.

He llegado a la conclusión de que soy una persona con poca fuerza de voluntad. Esto en el campo de los estudios tiene resultados bastante visibles: estudias y apruebas, no estudias y suspendes. Ojalá pudiera decir que ese es el único ámbito de mi vida en donde lucho con la falta de motivación, pero no sería cierto. Mi relación con Dios a veces se ve afectada también. Me cuesta encontrar las ganas para rezar o leer la Biblia y aunque sé la inmensa paz que esto me transmite podían pasar semanas sin que le dedicara tiempo de calidad al Señor.

En su momento me comprometí a tener una relación personal con el Señor y eso implica buscar estar con Él aun cuando las distracciones son mucho más que las ganas. A la cuarentena del año pasado tengo que agradecerle que para mí se limitaron muchas distracciones y me propuse trabajar en ese aspecto de mi vida espiritual que era inconstante que flaqueaba, la oración. Pude dedicar tiempo a pensar en los buenos momentos que esta me había dado y en lo mucho que me había ayudado a discernir. Me costó luchar contra el pensamiento de que una oración que se empieza sin ganas va a ser una mala oración, pero notaba que necesitaba forzarme a incluirlo en mi rutina diaria independientemente de que me apeteciera o no ese día.

Haber conseguido convertirlo en un hábito hace más fácil continuar con ello y puede parecer frívolo introducir la oración como aquella actividad que va después del desayuno y antes de estudiar pero es la rutina la que me haya ayudado a perseverar en el camino cuando mi “yo” más mundano acecha.