Vivimos en una sociedad compleja en sus valores y en sus relaciones, marcada por los extremos. Los discursos ya no se escuchan. Ya no se debate, sino que se discute y en general no hay un espíritu de reflexionar acerca de lo que “el contrario” piensa y en qué puede tener razón. No se admite el error propio, sino que con frecuencia simplemente se ignora. Y la velocidad del cambio es tan rápida que no es nada fácil adaptarse, aunque la realidad sea que los problemas de fondo no cambien sustancialmente. No es fácil encontrar el hueco ni la manera de transmitir un mensaje a los que no piensan como tú y más difícil aún conseguir influenciarles.

Adaptarnos a este contexto es especialmente complicado para los cristianos: acostumbrados a verdades inmutables desde hace milenios, con valores fuertemente arraigados y con métodos de evangelización o, expresado de otra manera, de comunicación (porque la evangelización no es otra cosa que la comunicación de un mensaje) que habitualmente no están adaptados a la cultura contemporánea. A pesar de que en las últimas décadas se han hecho importantes esfuerzos en la transformación de esos métodos, no nos resulta nada sencillo conseguir que nuestras creencias y valores se impregnen en la sociedad en la que vivimos.

Los cristianos (y la Iglesia) hace tiempo que patinamos en nuestra capacidad de encontrar espacios y fórmulas para conseguir influenciar en la sociedad. Nos hemos centrado en la predicación y la enseñanza de las verdades de la fe, pero hoy en día estos métodos no son muy efectivos, probablemente por la falta de credibilidad de la Iglesia como institución y por el rechazo que por extensión recibe el cristianismo.

Toda la vida pública de Jesús está marcada por una llamada al encuentro con Dios, pero también son constantes sus alusiones a la venida del Reino y a la necesidad de que el Reino de Dios sea algo real en la Tierra. Y Jesús es muy claro en las cuestiones principales de lo que para él es Reino de Dios: eliminar las injusticias, combatir la pobreza, acompañar el sufrimiento…

¿Es labor nuestra hacer que el Reino de Dios se haga realidad a nuestro alrededor?

En mi opinión deberíamos involucrarnos en los espacios públicos de la sociedad, pero no con una intención de lanzar nuestro discurso para que sea escuchado, sino con la idea que nosotros mismos nos convirtamos en el discurso. Hoy en día se valora mucho más lo que eres que lo que dices. En una sociedad en la que priman los modelos al discurso, en la que no se lee acerca de ideas sino que se buscan patrones o estilos de vida, es más que nunca imprescindible que nuestra aportación a la sociedad provenga de los valores, la libertad y la seguridad que nos da la presencia de Dios en nuestras vidas.

Pertenecer a un colectivo cultural que dinamiza las actividades de tu barrio, ser parte activa de tu asociación de vecinos, hacer de interlocutor y mediador entre tus compañeros de trabajo y la dirección de la empresa, formar parte de la junta directiva de un AMPA, son algunos ejemplos de lugares en los que podemos dejar nuestra impronta como cristianos. El objetivo debería ser alcanzar en estos ámbitos esos ideales del Reino del Dios de los que hablaba Jesús, pero no por imposición o denuncia, sino con nuestra forma de actuar y de relacionarnos convirtiéndonos en personas confiables, honestas, que buscan la justicia y que se mantienen siempre al lado del débil y del necesitado huyendo de bandos y polarizaciones simplistas.

Hagamos un esfuerzo por salir de nuestros guetos, de nuestros espacios de seguridad e involucrémonos en aquellas organizaciones que, desde la base la sociedad, tratan de mejorar su entorno. Salgamos de nuestro “ecosistema eclesial” y con humildad hagamos lo posible porque los valores del Evangelio: el amor, la compasión, la solidaridad enraícen en nuestra sociedad, tan necesitada de ellos. A veces me gusta imaginar una especie de jardín florido alrededor de cada cristiano, como imagen de la vida que podríamos ser capaces de aportar a la sociedad. 

Tienes que elegir: guardar el talento o negociarlo.

Está claro que aceptar este desafío se traduce en invertir tiempo, hacer tuyos problemas de otros, toparte de bruces con la administración, enfrentarte al egoísmo de algunas personas, mediar en conflictos que no tendrían por qué afectarte… pero yo me pregunto: ¿Somos así más útiles en nuestro empeño de difundir el evangelio o mejor continuamos como monitores de catequesis infantil o ensayando con el coro las mismas canciones de hace 20 años? Está claro que cada uno tiene que buscar su propia respuesta porque cada llamada es individual, pero yo te animo a involucrarte en el activismo social de tu comunidad, y no solo como fin, sino también como medio para descubrir nuevos puntos de vista, nuevas necesidades, nuevas “misiones” y de esta manera dejar atrás nuestra torre de marfil y empezar a negociar con los talentos que se nos han dado.

Así como la levadura hace fermentar la masa (Mt 13,33), la sal mejora el sabor de las comidas (Mt 5,13) o con nuestra luz iluminamos a las personas de nuestro alrededor para que puedan descubrir el amor que Dios les tiene (Mt 5,16), yo creo que nosotros debemos colaborar en que el Reino de Dios se haga real en nuestro tiempo convirtiéndonos en pilares de nuestra sociedad que la sostengan por encima de egoísmos, injusticias y todo aquello que atenta contra la dignidad de los hijos de Dios ¿Hay algo más evangélico que esto?