A mi derecha, mirándome, hay un gato enorme, su cabeza es más grande que la mía. Es amarillo. Desde la plaza, llegan los compases apenados de una especie de fado portugués. Este es seguido por la canción “Libertad sin ira”, que me retrotrae a mi juventud, casi a mi infancia.

Sé que estoy en la biblioteca y que el gran felino que me acompaña no es más que un cartel que sirvió algún día para una de las actividades que, a menudo, se llevan a cabo para los niños. Pero no puedo evitar que esta situación tan surrealista despierte a mi ser filósofo y acabe preguntándome por la vida y por la realidad.

Sin embargo, mi pregunta de hoy por la vida no desemboca en una reflexión metafísica que no tendría mucho sentido en este blog. Sino que acaba concretándose en una cuestión práctica.

Llamados

En estos días, estamos leyendo en las misas los relatos de llamada de los primeros apóstoles. Ayer, en la célula a la que pertenezco, en la que meditamos sobre la palabra de Dios, nos centramos en uno de estos pasajes: la llamada de Simón, Andrés, Santiago y Juan, tal y como se narra en el evangelio de Marcos (Mc 1, 14-20). Estuvimos reflexionando sobre el hecho de que Jesús les hace la llamada en su trabajo, en su experiencia cotidiana. Los llama desde donde están y con lo que son. Y les habla en su lenguaje: “os haré pescadores de hombres”. Ellos dejan sus redes y le siguen.

Y después, ¿qué?

Respondes a la llamada. Está bien, es el primer paso. Abraham sale de su tierra y después… años y años hasta que la promesa se empieza a materializar. María es visitada por un arcángel, nada menos… y subordina su voluntad a la del Padre, da su sí. Tras eso… años de ver a un niño, un joven, un adulto, un hijo que va creciendo poco a poco. Sin estrellas, ni ángeles, ni magos de oriente…

¿Qué dice el contrato?

Y aquí es donde mi pregunta por la vida toca tierra y se concreta. Cuando me pregunto qué es la vida, lo que quiero saber concretamente es, ¿qué significa dar la vida a Dios? ¿Qué es lo que le estoy dando cuando le entrego mi vida?

En algún sentido puedo decir que he dado mi vida a Dios en dos ocasiones. Aunque solo en cierto sentido. La primera cuando tenía diecinueve años y decidí entrar en el seminario, del que salí al cabo de tres. Entré allí con todo, todas las facetas de mi vida se alineaban en un proyecto marcado por Dios. La segunda se puede decir que fue cuando, con cincuenta años, me vine con mi familia a Siquem, que es la casa que la comunidad Fe y Vida tiene en Santander. Ha cambiado mi sitio de residencia y el de mi familia, mis horarios, mis actividades cuando viene gente a casa, sobre todo los fines de semana, etc.

En otra ocasión hablaré de hasta qué punto una y otra llamada son en verdad la misma. Pero ahora me quiero centrar en la siguiente cuestión: al venirme a Siquem, ¿he dado mi vida a Dios?

Respondiendo día a día

Y mi respuesta es un rotundo no. Claro que venir a Siquem tiene que ver con ello, pero entregar la vida es algo que va mucho más allá. Para empezar, no es algo que se haga de una vez. Se hace día a día. Al final de mis días quizás pueda responder a la pregunta de si he dado mi vida a Dios. Pero, mientras vivimos, solo tiene sentido la pregunta de si lo estamos haciendo o no.

Al final de mis días la gente que no me haya conocido quizás sepa de mí que estuve en el seminario, que me vine con mi familia a vivir a Siquem o que fui profesor de filosofía. Pero los que me conocen más de cerca o conviven conmigo como mis hijos, mi mujer, mis alumnos o Dios, recordarán otras cosas. Recordaran si les sonreía o les ponía cara avinagrada, si cuando tenía un rato libre elegía estar con ellos o ponerme a hacer mis cosas, si los ayudaba a lo que necesitaban o ponía para ello todas las excusas posibles… Esto es lo que marca una vida.

A menudo veía a seminaristas e incluso a sacerdotes, que, tras haber dado el paso de renunciar a cosas tan importantes como el tener una pareja y una familia, se enganchaban y se hacían esclavos de otras cosas. Del qué dirán, de la tranquilidad, de una determinada fama… Son juicios que hago desde fuera, claro. Estoy hablando de la impresión que me daba cuando veía a algunas personas. Y, sabiendo que no soy nadie para juzgar la vida de otro, me lleva a plantearme qué hay en mí de esa actitud.

Perder la vida

Sí, vivo en Siquem. Pero dar tu vida es hacer que tus planes sean los de Dios. Y que el tiempo que estés trabajando para tus objetivos estés realmente trabajando para los objetivos de Dios. Y eso no es fácil. En eso consiste perder la vida para ganarla.

Cada día, en la capilla, hacer la oración comunitaria, es como mirar la brújula y enderezar nuestros pasos. Recordamos para qué estamos allí. Recordamos que no hacemos comidas buenas para que te digan lo bueno que está todo, sino para que la gente esté a gusto y disfrute, que mantenemos la casa limpia para que las personas que vengan se encuentren cómodas, que decoramos la capilla para acercar a los demás a Dios, y que estamos allí y empleamos tiempo en las cosas de casa porque eso es lo Dios nos pidió cuando nos llamó a darle la vida.

Somos lo que hacemos día a día

A lo largo de nuestra existencia, de vez en cuando damos grandes pasos, o nos pasan cosas llamativas que recordamos posteriormente, como estar acompañados por gatos enormes y amarillos. Podemos tomar estas opciones apoyados en Dios, movidos por Él. Pero, dar la vida, dar la vida de verdad… eso es otra cosa. Y tiene más que ver con ese tipo de cosas que los que conviven contigo saben de ti, con esos mil detalles que construyen la imagen que ellos tienen de ti, que van cimentando los sentimientos que se despiertan en ellos cuando te ven o te recuerdan. Eso, al final, es lo que Dios sabe de ti. Y eso es lo que eres.

Vaya, ¡al final me he puesto metafísico! Si ya digo yo que somos lo que somos.