El discipulado creemos que es uno de los temas más importantes y más urgentes en la vida de la Iglesia, porque todo lo que se está hablando sobre la nueva evangelización al final tiene que ver con el discipulado. No hay nueva evangelización si no hay discípulos que evangelicen, y no hay discípulos si no hay personas que los formen.

Vamos a empezar con un aspecto del discipulado que une el crecimiento personal con la vida cristiana, que en el fondo es la vida en la fe. Y ese aspecto es el quebrantamiento. Es una palabra que en nuestra comunidad es muy frecuente, muy habitual, pero fuera de ella no se usa tanto, aunque es una realidad fundamental. Igual que hace años no se hablaba de discipulado en España y hoy es un término conocido, esperamos que lo mismo ocurra con esta palabra.

La gran pregunta: ¿Por qué estamos en este mundo?

Lo primero que tenemos que tener claro es por qué estamos en este mundo. Esta es una pregunta esencial, que abre todas las demás. Si no sabemos para qué vivimos, todo lo demás se desordena. La mayoría de la gente vive sin saber para qué vive: se levanta, se ducha, desayuna, trabaja, se acuesta, y así día tras día, hasta que la vida se acaba. Por eso es tan importante detenerse y preguntarse: ¿estoy viviendo como quiero vivir? ¿Estoy haciendo lo que debo hacer? ¿Para qué estoy viviendo? ¿Para tener una familia, para ganar dinero, para trabajar sin parar? Estas son preguntas que todos, creyentes o no, debemos hacernos. Son preguntas humanas.

Yo parto de un hecho: o Dios existe o no existe. Si no existe, la vida no tiene sentido. Si por encima de mí no hay nadie, nadie puede decirme lo que está bien o lo que está mal, ni qué debo hacer con mi vida. Si Dios no existe, todo vale igual, mi opinión vale igual que la de cualquier filósofo o sabio. Pero si Dios existe, entonces este mundo tiene sentido. Si hay un Dios creador, también hay una vida después de esta. Y la buena noticia es que todos saldremos de dudas cuando muramos. Si al morir descubrimos que no hay nada, no pasa nada, porque ya no estaremos. Pero si al morir descubrimos que Dios sí existe, entonces habríamos querido estar preparados para ese encuentro.

Creer en Dios es apostar por el sentido. Como decía Pascal, es una apuesta: si ganas, lo ganas todo, y si pierdes, no pierdes nada. Nosotros no decimos que sabemos que Dios existe, decimos que creemos. Y si creemos que Dios existe, entonces Él tiene que ser lo más importante. Es absurdo decir que se cree en Dios y no ponerlo en el centro. Quien cree en Dios y no vive de acuerdo con esa fe, está siendo incoherente. Por eso no tiene sentido decir “soy creyente no practicante”. Eso es como decir “soy marido no practicante” o “padre no practicante”. O lo eres o no lo eres. Puedes ser un mal practicante, pero no un no practicante.

Si creemos que Dios existe, su voluntad tiene que ser lo primero. Cada uno la vivirá de una manera distinta: uno vendrá a los encuentros, otro lo dejará todo para servir a los pobres, otro rezará en silencio. Pero no se puede creer una cosa y vivir otra. La coherencia, aunque nunca sea perfecta, da salud espiritual y mental.

Qué significa ser discípulo

El discipulado es la forma en que alguien que cree en Dios decide vivir. Yo hablo desde la perspectiva cristiana. No digo que el cristianismo sea la única religión verdadera, sino que hay verdad en muchas religiones. El Concilio Vaticano II decía que en ellas hay “semillas del Verbo”, es decir, de Cristo. Pero la figura de Jesús es única: en Él conocemos verdaderamente a Dios. Yo no creo en el Dios de los filósofos, creo en el Padre de Jesús. Jesús nos muestra quién es Dios y nos invita a un estilo de vida concreto: el discipulado.

Ser discípulo no es lo mismo que ser alumno. El maestro transmite vida; el profesor transmite conocimientos. Jesús no nos pide ser alumnos, sino discípulos: personas que dejan su antigua vida para seguir su estilo de vida. Cada discípulo sigue a Jesús a su manera, según lo que el Señor le pida. A unos les pide que lo sigan; a otros, que vuelvan a su pueblo y den testimonio.

El quebrantamiento: punto de partida del discipulado

Todos pasamos en la vida por contradicciones, heridas, fracasos. Mirar nuestra propia historia con sinceridad nos lleva a la verdad. El quebrantamiento es el momento en que una persona asume su realidad de pobreza. No solo pobreza material, sino interior, existencial. Es un “anonadamiento”, como decía San Pablo: la kénosis, el hacerse pequeño. No hay discipulado sin quebrantamiento. Sin él, la fe se queda en teoría, en ideas, en cursillos y charlas, pero sin transformación.

Vivir quebrantado es vivir en la luz, como decía San Juan: vivir en la verdad. Y vivir en la verdad duele. Por eso la mayoría de la gente vive en la superficie, huyendo de sí misma. Nuestro mundo nos roba el silencio. Vivimos llenos de estímulos, pantallas y prisas. No tenemos tiempo para detenernos, para escucharnos, para descubrir quiénes somos realmente. Y así terminamos vacíos y deprimidos.

Para llegar a lo profundo de uno mismo hay que tomarse tiempo y cuidarse. Amar a Dios y al prójimo implica también amarse a uno mismo. Dios quiere que nos tratemos bien, que cuidemos nuestra alma y nuestro cuerpo. Pero cuando uno se atreve a mirar dentro, descubre cosas que no le gustan. Descubre heridas, miedos, egoísmo, pobreza interior. Y sin embargo, ese descubrimiento es el comienzo de la libertad.

El quebrantamiento llega cuando uno se da cuenta de que no es más que un niño que necesita ser amado. Todo lo que hacemos —el poder, el dinero, los excesos— no es más que un intento de ser aceptados y sobrevivir. Cuando llegamos a ese punto, podemos empezar a perdonar, incluso lo imperdonable. Y desde ahí empieza una vida nueva. El quebrantamiento es el inicio del discipulado.

Tres ejemplos bíblicos de quebrantamiento

El joven que se aleja de su padre y termina cuidando cerdos representa al ser humano que toca fondo. No se arrepiente por remordimiento, sino por hambre. Pero cuando el padre sale a su encuentro, humillándose para abrazarlo, ahí ocurre el verdadero quebrantamiento: el hijo descubre quién es y quién es su padre.

El perseguidor religioso que es derribado del caballo. Queda ciego, dependiente de aquellos a quienes perseguía. Es un cristiano quien ora por él y le devuelve la vista. Esa experiencia de vulnerabilidad lo convierte en discípulo.

Pedro sigue a Jesús, pero sin comprenderlo del todo. Promete fidelidad hasta la muerte, pero lo niega tres veces. Esa noche, Pedro se encuentra consigo mismo. Descubre su debilidad y llora amargamente. A partir de ahí, Jesús puede construir sobre él: “Pedro, ¿me amas?”. El quebrantamiento le hace capaz de amar de verdad.

El principio del discipulado

Todos debemos pasar por ese momento. Unos en silencio, otros acompañados. Es triste no tener a nadie ante quien poder desnudarse interiormente, reconocer que somos pecadores y que no valemos nada sin Dios. Ese es el inicio de la vida espiritual. El que no ha pasado por ahí, corre peligro, especialmente si ocupa puestos de responsabilidad. 

La Iglesia no se transforma con cursillos ni programas, sino con discípulos quebrantados. No hay pedestales para nadie. El único que está sobre el pedestal es Jesús. Todos los demás somos pecadores necesitados de misericordia. Y ese —el quebrantamiento— es el principio de ser discípulo, el principio de ser cristiano y el principio de la salvación.