Vivimos una época en la que predomina la individualidad y el vivir para sí, siendo la independencia un valor a cultivar y prevaleciendo el tomar decisiones sin tener en cuenta a nadie más que a mí. Pero a la vez se cuestiona la vida que llevas si no es compartiéndola con alguien. Parece que la soltería cada vez tiene mayor aceptación pero aún se percibe que no es el estado “deseable” o “esperable” para que una persona pueda vivir su vida en plenitud.

Se podría decir que hay tres tipos de personas solteras:

  • Las que reniegan del amor, a causa de experiencias negativas o dolorosas se han visto obligadas a vivir la soltería y se burlan de las que optan por la opción de casarse. Manifiestan estar felices solas pero en el fondo experimentan lo contrario.
  • Aquellas que aceptando su soledad, no la ven como un castigo sino como un regalo y viven una vida plena. Viven entregadas a todos aquellos que les rodean y viven felices y unidas a Dios, sintiéndose felices, cumpliendo sus sueños y animando a otros a lograrlos.
  • Aquellas personas que aun pasando los años siguen buscando el amor, están convencidas de que su vocación es el matrimonio, esperan poder alcanzarlo y se encuentran en busca de su pareja.

Independientemente de en cuál de estas situaciones te encuentres, o incluso en un conjunto de las tres, es bueno poderla vivir sin pensar que es un castigo, algo a lo que temer, que una persona soltera es menos valorada que una casada o que se tiene alguna tara. Todos tenemos una historia personal y en ella Dios tiene un lugar importante y busca que, a través de ella, alcancemos nuestra santidad.

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.

(Juan 1:12-13)

Y quizás es en esta situación de soltería, temporal o permanente, donde la vocación se alinea con la enseñanza de nuestra patrona Teresa de Lisieux, “Mi vocación es el amor”, de abandonarnos al amor de Dios, motor que nos acompañará en la relación y el obrar con los demás.

La concreción más sencilla y común de esta vocación al amor es el amor entre el hombre y la mujer, amor fiel y fecundo que se da en el matrimonio cristiano, pero no es la única:

Más bien, quisiera que todos los hombres fuesen como yo; pero cada uno tiene su propio don procedente de Dios: uno de cierta manera y otro de otra manera.

1 Co 7

Pero es muy difícil buscar y vivir la voluntad de Dios en soledad, es por eso que es importante vivir la fe en una comunidad, y aquí sí que no hay distinción entre solteros, casados o consagrados. Y, ¿por qué dar importancia a la comunidad?

La comunidad es donde se puede desarrollar la vocación personal y la persona soltera puede adoptar responsabilidades en ella, pero no por su condición de soltera sino por llamado y discernimiento; no por estar soltera se tiene más tiempo y menos “quehaceres”, sin el apoyo del cónyuge, el tiempo se tiene más ocupado entre el trabajo, las obligaciones familiares y responsabilidades del hogar (no hay distribución).

Se puede compartir la vida con los hermanos, independientemente de su estado y su edad. Este compartir configura y anima a vivir la propia vida como persona soltera, ya que lo aprendido y vivido se da, no se queda para uno mismo y lo que los demás viven y aprenden, como personas consagradas o casadas, se recibe y enriquece la experiencia personal. Porque no es “soltera” lo que nos define.

Y las células o grupos pequeños y/o el acompañamiento personal son espacios necesarios para poder compartir aspectos más personales por los que se pueda pasar, donde hay períodos de pérdida, cuestionamiento y necesidad de afirmación. Dando respuesta a la necesidad de apoyo y de poder compartir el propio sentir.

Así pues, tenemos que vigilar nuestra vida cristiana, no olvidar que Dios es el centro de nuestra vida, amar sus planes sobre nosotros y amar al otro como Dios nos ama.

El Señor cumplirá su propósito en mí. Oh Señor, tu misericordia es para siempre; no desampares la obra de tus manos.

Sal 138, 8