De nuevo en las aulas. Frente a mí, estudiantes en mesas separadas, ocultando sus expectantes caras tras incómodas mascarillas. Me pregunto si la situación es realmente nueva. Acaso no hay siempre cosas que nos separan, aun estando unos al lado de los otros, y máscaras que nos ocultan.

Las analogías nos ayudan a comprender el mundo, a ver relaciones que no encontramos directamente en la realidad, aspectos que pasan inadvertidos de otro modo. Ahora, de la mano de la comparación, comprendo el efecto de nuestras máscaras. Esas con las que nos ocultamos de los demás, de nosotros mismos, e incluso de Dios, si acaso eso fuera posible. Buscamos protección. No una protección prudente y cívica, como la que nos dan las mascarillas. Nuestras mascaras responden al miedo a los demás y a uno mismo, a la inseguridad, a las heridas no curadas.

Las mascarillas nos resultan incómodas, nos dan calor, y hasta nos dañan las orejas. Nos impiden transmitir sonrisas, nos hacen menos inteligibles, atenuando y deformando nuestra voz. También nos dificultan ver el mundo con claridad, empañándonos las gafas.

También las máscaras son incómodas, también nos dan calor y nos impiden expresar nuestras emociones y sentimientos de forma genuina y auténtica, y también nos hacer menos trasparentes a los demás. Sin embargo, estamos tan acostumbrados a ellas que ya casi ni nos resultan molestas. Solo cuando logramos conectar con otra persona, cuando tenemos un momento de verdadera intimidad, nos hacemos conscientes de su peso, precisamente al liberarnos de él, al sentir la frescura del aire en nuestra cara. Cuando estamos con esa persona que sabe lo mejor y lo peor de nosotros y que nos acepta y nos quiere tal y como somos o, incluso, por cómo somos.

En Fe y Vida hablamos a menudo de vivir en la verdad. Se trata de romper máscaras. Primero las que nos ponemos ante nosotros mismos. Quizás estas sean las más complicadas de destruir. Después, las que llevamos ante los demás. ¿Cuál es el camino para quitarlas? Hay varios. Ninguno de ellos fácil. En las últimas semanas recorro los primeros pasos de uno de esos caminos: el silencio. Con incertidumbre, pero con ilusión, comienzo a recorrer esta vía, desconocida por ahora, pero ya transitada y cartografiada por grandes místicos. Con confianza en los maestros y en un Dios que está al otro lado y al que se puede encontrar dentro de uno mismo, al estilo de San Agustín. Confianza, al final eso es la fe.

Dice Pablo D’Ors, gran testigo del silencio de nuestros días, que en Él estamos como ante un espejo en el que acabamos viéndonos a nosotros mismos, tal y como realmente somos. Sin máscaras.

Desde mi experiencia, por ahora, solo puedo decir que el camino es atractivo y los testigos gente de fiar, y que, al meter a Dios en la fórmula, puedo decir que sé de quién me he fiado. Puedo decir que estoy tranquilo y que estoy deseando verme al descubierto y que los demás me vean y puedan ver mi verdadera sonrisa, que puedan escuchar mi voz tal y como es realmente y escuchar aquello que tengo que decir.

De nuevo desde la analogía, puedo decir que tengo calor, que no respiro bien, que las gafas se me empañan y que me duelen hasta las orejas. Y que estoy deseando poder ir por la vida sin mascarilla, ni nada que se le parezca.