Hace tiempo Mariví nos dijo que iba a adoptar una niña de India. La planificación del viaje para traerla se cruzó con la pandemia y el tiempo de confinamiento. Al fin, un día, me enteré de que ella y José acababan de partir ya para recogerla. La siguiente noticia que tuve de ellos fue una bonita foto en la que aparecía Mariví con Rakhi en sus brazos, todavía en la India. No puedo describir la ternura y la intensidad de sentimientos que despertó en nosotros aquella imagen, aquella niñita de dos años cuya vida estaba a punto de cambiar radicalmente y a la que pronto conoceríamos. Desde allí, Rakhi ya nos había ganado el corazón a muchos. Como he dicho, no puedo describir lo que sentimos al recibir la foto. Pero quiero dedicarle a ella y a sus papas tres pequeños cuentos.

Historia de una flor

Esta historia transcurre en un país de colores. En un país de olores, de aromas. Hay ancianas surcadas de arrugas, niños por la calle, multitudes, sol abrasador, lluvias monzónicas, ríos sagrados, preciosos templos, vacas reverenciadas, estatuas de dioses, bicicletas, contrastes… muchos contrastes. Al menos, así lo veo yo desde aquí, desde la lejanía y a través de fotos y vídeos.

No he estado allí y tampoco conozco a muchas personas que hayan estado. Pero, con lo que sé, puedo decir que esta historia es real, que lo ha sido muchas veces y que ocurrirá muchas veces más.

Nuestra primera protagonista vivía en un gran lago y, como todas sus hermanas, era verde y saltaba. Tenía más puntitos oscuros que las demás, por eso todos la llamaban Pequitas, aunque su verdadero nombre era Dafne. Pequitas era muy presumida y le gustaba salir en las fotos que los turistas les hacían a las flores de loto. Siempre andaba cerca de ellas. En verdad admiraba su belleza y disfrutaba de su amistad.

Todas las flores de loto bebían del agua del lago, pero cada una crecía en un sitio distinto. Todas eran maravillosamente hermosas. Sim embargo, mientras unas salían en los lugares más visitados del rio, otras crecían en los rincones más apartados. Era cuestión de suerte. Su espléndida vida podía transcurrir sin que ningún turista llegara nunca a fotografiarla.

Pequitas las conocía a todas y sabía disfrutar de cada una de ellas. Un día, un turista, estaba fotografiando la flor de loto en la que se encontraba descansando Pequitas. Ella, que se acababa de despertar en aquel momento, se estiró y salto a la flor de al lado. El hombre se desplazó un poco y le hizo otra foto. Así, de salto en salto ella, y de pasito en pasito él, llegaron hasta uno de los rincones más recónditos del estanque. Allí, una bonita flor rosada salió en su primera fotografía.

Era tremendamente hermosa y no necesitaba que le hicieran fotos, pero le gustó que se fijaran en ella. A lo mejor hasta la subían a Internet y se hacía famosa.

Esa noche, durmiendo con Pequitas a su lado, la flor de loto, que es nuestra verdadera protagonista, soñó con un país lejano y una joven sonriente de pelo negro y ondulado.

El río

Esta es la historia de un río. Nacía de un profundo y abundante manantial. Desde la dura roca, el agua que escapaba de la tierra rodaba montaña abajo. Su agua no se agotaba nunca porque procedía de lo profundo. En su recorrido, iba tomando cada vez más agua, de otros manantiales cercanos que vertían el agua en él y, de la lluvia, el agua que le venía directamente del cielo.

Con su abundante caudal el río servía a los árboles de su ladera y a los cultivos cercanos. Proveía de agua a las personas y a los animales. Refrescaba los días veraniegos y dejaba jugar en sus orillas a los niños.

Un poco más adelante el río se unía con otro. También este venía del fondo de la tierra. Sus aguas eran tan abundantes que no le bastaba con dar de beber y servir de regadío.

—Nos sobra agua —se decían los ríos entre sí—. Busquemos alguna flor que crezca dentro de nosotros, una bella flor que no forme parte del paisaje que nos rodea, sino de nosotros mismos.

Esa noche, el río soñó con una flor de loto.

El campo

El campo era precioso, fértil, lleno de plantas y árboles, lleno de animales y de personas, lleno de vida. El campo era cruzado por un río que lo hacía más bello y fértil.

Cada primavera el campo se llenaba de flores aquí y allá, pequeñas flores que lo embellecían todo. El campo estaba muy agradecido a la lluvia, que lo mantenía verde todo el año. Y al río, que le devolvía el agua de la lluvia que él mismo no podía guardar.

Una mañana, con los primeros rayos de sol, los habitantes del campo vieron un reflejo rosado en las aguas del río. Conforme la luz fue aumentando se fueron dando cuenta de que era una hermosa flor. Era tan hermosa y delicada que el río mismo se había hecho cargo de ella, y bebía directamente con sus aguas.

El campo es ahora más hermoso y más feliz. El río también, aunque sigue teniendo agua de sobra. Una ranita pecosa sigue durmiendo con la flor como un ángel protector.

En los artículos de este blog se suele hablar de Dios, y no lo he nombrado hoy. Pero cuando veo a Rakhi lo veo por todas partes. En las plantas, en las ranitas, en los turistas que visitan el lado oculto de los lagos, en el agua, en los ríos, en la lluvia y, sobre todo, en las flores.

¡Bienvenida Rakhi!