El pasado mes de julio, en una tarde que se antojaba muy tranquila, tuvo lugar uno de los mayores duelos de mi corta vida. Mi madre sufrió un episodio de ictus que hizo de los siguientes días una tortura. Ver cómo ella, una persona bastante joven y sana, se había vuelto indefensa y había perdido la capacidad de hacer las cosas más insignificantes por su cuenta se me hizo muy doloroso e inexplicable.

Después de varias semanas que parecían eternas a la espera de respuestas esperanzadoras que parecían no querer hacerse llegar mi familia y yo nos íbamos desgastando. Como es bien sabido, la vida no se detiene por nadie y la gente, por desgracia, suele enterrar sus penas en los quehaceres diarios. Todos tenemos un trabajo, más personas de las que hacernos cargo o exámenes incluso que hacen de morfina para no darle importancia a lo que nos tiene realmente consumidos. Durante ese tiempo yo me desprendí bastante de mi misma y de mis necesidades. Había aceptado que mi vida iba a cambiar y que no había nada que yo pudiera hacer para remediarlo.

Ahora, meses más tarde, he de decir que no sé qué hubiera sido de mí si no hubiera tenido a Dios en mi vida. Gracias a aquellos breves pero intensos momentos de oración donde podía descansar y a la sanadora compañía de mis hermanos de comunidad que me dio tanta paz puedo decir que cuanto mayor es la batalla, más bendecida.

Fue un proceso muy cansado, pero en el que mi fe fue la que me sostuvo en pie y pudo hacer de mí parte de la solución y no del problema. A día de hoy, mi madre se burla de esos pronósticos que nos tenían hasta el alma encogida y se recupera mejor de lo que nunca hubiéramos esperado. Por mi parte, cada vez que recuerdo este capítulo de nuestras vidas no hago más que encontrar pequeños guiños en los que sé que el Señor estuvo velando por nosotros y que quizás en otras circunstancias no sería capaz de verlos.

La conclusión que yo saco de todo esto y que espero que ojalá le pueda servir a alguien es que a veces pensamos que nuestra gran obra como cristianos será irnos de misiones a un país muy pobre, o estar en una banda como la de Hillsong o hacer que muchas, muchas personas se conviertan, pero quizás la vida te planta en una situación en la que tienes que cuidar de una persona enferma y permanecer a su lado sin hacer gran cosa aparentemente. Donde por naturaleza nos derrumbaríamos como hombres y mujeres rotos, ahí es donde está el mayor testimonio de fidelidad que podemos dar.