josueSábado por la tarde. Veinte niños vestidos de blanco y bastantes familiares. En la iglesia hace calor aunque todavía estemos en abril. Hay cánticos, palmas, globos y hasta una presentación de “Power point”. Se trata de una “celebración del perdón”, previa al Primera Comunión.

          El sacerdote está visiblemente contento, ha trabajado mucho (eso se nota), y bien. Sentado en la segunda fila de bancos yo también he cantado y dado palmas, pero mi alegría no es completa. La verdad es que no puedo evitar pensar qué será de esos mismos niños dentro de un año, o de diez.
         Llevo más de 30 años en el “mundo de la pastoral”, demasiado tiempo como para saber que, si no ocurre un milagro, su futuro no será cristiano (como no lo es ahora el de sus padres). Lo sé yo y lo sabemos todos. Para la mayoría de la gente que lo solicita, la Primera Comunión es un acto de representación social en un porcentaje muy elevado. Quizá en tiempo no fue así, pero el componente religioso ha ido vaciándose a lo largo de las décadas, y se mantiene el socio-festivo, que sigue siendo bastante apreciado, pero que ya no tiene mucho que ver con El Reino Dios y sus valores…

         Siempre escucharemos esta disculpa: “nosotros solo podemos sembrar…, solo Dios sabe lo que pasará”… etc. Esto es verdad, pero solo a medias, porque sí sabemos lo que está pasando, y lo que lleva años pasando. ¿Es honesto fingir que todo está bien sólo porque no se nos ocurre otra cosa mejor que hacer? Sólo el Señor da el crecimiento, es verdad, pero nosotros debemos intentar hacer bien nuestro trabajo, y si una forma de hacerlo, obviamente no da fruto: ¿no habrá llegado el momento de plantearse el cambio? ¿Y cómo cambiar las cosas? Hablar es fácil, dirán algunos, pero en la práctica se trata de algo muy difícil, y tienen razón. Un principio sencillo podría ser comenzar a hablar claramente. Con caridad y pedagogía, pero claramente, y saliendo poco a poco de la correctness que impera en nuestro mundo (y en la Iglesia también).
        Tal vez lo primero sea intentar definir qué puede ser llamado realmente cristiano y qué no. Ser cristiano es seguir a Jesús en comunidad. Seguir a Jesús es orientar la vida sobre los principios del Evangelio, que son diferentes a los del mundo, por eso el cristianismo de alguien tiene que notarse en su forma de vivir, en las elecciones que hace para su día a día. Desde mi punto de vista, esto se hace especialmente evidente a través de dos preguntas muy sencillas: ¿cómo empleo mi dinero?, ¿cómo empleo mi tiempo? Si en estos dos aspectos nuestras vidas son indiferenciables de las de los que no creen, entonces es que ya no estamos siendo un signo.
        Si nuestra existencia no vive una dimensión comunitaria, es decir eclesial, pero eclesial real con otros hermanos y hermanas de carne y hueso con quienes compartimos nuestra fe, nuestros problemas y alegrías y nuestros bienes también, entonces es que somos como la sal que no sala, la lámpara bajo el cesto, o la ciudad escondida que nadie puede ver. Al decir cosas parecidas a éstas, es normal escuchar una objeción: “eso es querer formar una Iglesia de puros”, “cada uno vive su fe como puede”, “hay que respetar la fe del pueblo”. Cariñosamente lo digo: creo que eso es “echar balones fuera”. Desde luego, si por intentar seguir al Señor uno se cree mejor que alguien, está muy lejos del Reino de Dios: “¿puros?”, ¡quién es puro ante Dios! Por otro lado la fe no es lo que yo o tú o el otro entendemos por fe: es lo que la Palabra de Dios dice que es, ni más ni menos.

        En cuanto a la “fe del pueblo”. ¿No habrá que discernir? Pongamos un ejemplo entre mil posibles: no debo juzgar los motivos que llevan a toreros y gente del “famoseo” a desfilar en las cofradías sevillanas la madrugada del Jueves Santo (¿quién soy yo?), pero sí puedo decir que si su vida no cambia antes y después, esos actos podrán ser bien populares y chic, pero desde luego, cristianos no son… Es bastante posible que si predicáramos el Evangelio de forma comprensible y clara hubiera todavía muchos menos niños vestidos de blanco en la celebración del año que viene. Es muy probable que perdiéramos cuotas de representatividad social y que definitivamente nos cerraran las capillas que existen todavía, a duras penas, en algunas Universidades.
      Tal vez solo quedaran unas comunidades pobres, junto con sus pastores, sin demasiado dinero, influencia o poder. Pero yo creo que esos grupos humildes brillarían con una luz desconocida hasta ahora y darían testimonio de tres cosas que el mundo busca desesperadamente: un poco verdad, un poco de amor y un poco de paz.
Por Josué Fonseca Montes.