“Porque yo sé muy bien los planes que tengo para vosotros -afirma el Señor-, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de daros un futuro y una esperanza.”
Jeremías 29:11
Desde hace algunos años, este es mi versículo “favorito” de la Biblia y creo que, de alguna forma, es por mi forma de ser y de relacionarme con Dios. Soy una persona extremadamente organizada y me gusta tener todo bajo control. Esto tiene su parte buena pero, como todo, también una mala y es que con Dios no valen nuestros planes. Cuando tenía dieciocho años me di cuenta de que cuando intentaba llevar las riendas de mi vida yo sola al final nada me salía bien. Fue ahí cuando decidí que, si realmente el Señor tenía un plan para mi vida, debía de ser Él quien la dirigiera; este fue mi primer sí en el proceso de entregarle mi vida.
Cuando tenía veintidós y después de una conversación con Josué Fonseca, el responsable de mi comunidad, en la que me dijo que, si realmente quería vivir la voluntad de Dios, debía de entregarle cada área de mi vida (y cuidado porque se toma muy en serio lo que le decimos) fui consciente de que no le había entregado toda mi vida al Señor y comencé a preguntarme si realmente quería hacerlo.
A veces nos da miedo darle determinadas cosas a Dios pero, por otro lado, en nuestro día a día “el mundo” nos pide una serie de cosas que a veces son contrarias a lo que Dios nos puede estar diciendo. Por último, muchas veces no sabemos cómo hacerlo.
Durante esta cuarentena y a lo largo de mi vida fe compartida con más hermanos he sacado cuatro trucos o acciones que de alguna forma me han ayudado (y lo siguen haciendo) en el proceso de entregarle cada vez más mi vida al Señor:
- ¿Cuáles son tus sueños? ¿Qué lugar ocupa Dios en ellos? Es importante ser conscientes de en qué lugar lo ponemos y, si no está en el centro de uno o más sueños o deseos, “no pasa nada” pero es importante saber dónde está para no confundirnos e incluso llegar a espiritualizar lo que vivimos.
- Escribir cuando rezamos. El día a día puede hacer que se nos olvide fijarnos en cómo Dios actúa en nuestra vida. A veces le pedimos cosas y, cuando suceden, o bien no nos damos cuenta o se nos olvida de dónde vienen. En este punto no creo que debamos irnos a un extremo y espiritualizar en exceso, pero sí recordar que Dios es un Dios vivo, un Padre bueno que nos cuida y, por lo tanto, que actúa. Por eso escribir estar cosas, lo que pedimos, lo que agradecemos y, al fin y al cabo, lo que vivimos, hace que al releer podamos ver y ser conscientes de la obra de Dios en nuestra vida.
- No compararnos. En esto somos expertos los seres humanos. Nos cuesta entender que cada persona tiene un proceso y si las energías que gastamos comparándonos con los demás (a veces incluso de manera inconsciente) las centráramos en fijarnos en nosotros mismos y en nuestro proceso, avanzaríamos. Por otro lado, creo que es fundamental saber por qué me comparo y ver si lo que quiero es saciar una necesidad de reconocimiento.
- No montarnos películas. Tendemos a hacernos una idea de todo y de todos, a “montarnos” una vida o una idea de lo que estamos viviendo y sobre lo que sucede a nuestro alrededor que no siempre es cierta; por eso, es importante decir: ¡corten! Y parar de rodar esa película que nos hemos hecho y que se escapa de la realidad. Personalmente a mi me ayuda contar con mi acompañante, algún hermano de comunidad o alguna persona de confianza que me conocen y de los que me fío, para que saquen a relucir aquellos aspectos que no me están ayudando a aterrizar.
Estos son algunos de los puntos que me ayudan en este proceso. No siempre es fácil y, a veces, puede parecer que da igual lo que hagamos porque a Dios siempre podemos volver, pero la realidad es que todo lo que hacemos tiene consecuencias en nuestra vida y… ¿Para qué jugar a perder pudiendo buscar aquello para lo que hemos sido creados? Acercarnos cada vez más a la mejor versión de nosotros mismos es posible. Al final, creo que la base es: la oración y la comunidad.
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