josueUna famosa anécdota recuerda que en el verano de 1917 el Sínodo de la Iglesia ortodoxa  rusa mantuvo una acalorada discusión sobre el uso litúrgico de los colores (en concreto aquí se pugnaba entre el morado y el blanco). Como todo el mundo sabe, llegado el mes de octubre, ya no hubo más disputas porque casi lo que no había ya era Iglesia… Sus responsables fueron incapaces de ver la que se les venía encima. Y eso que estaba bien claro.

También hoy en los medios católicos (éste entre ellos) son frecuentes las discusiones más variopintas que van desde el chascarrillo político a debates sobre los aspectos más variados. Me he dado cuenta de que, al igual que sucede en la prensa del corazón, en la religiosa muchas veces los temas más leídos y comentados son aquellos que tienen más “morbo” o un título más provocativo: debe ser parte de la condición humana que tenemos todos en común.

Esto sería bastante inofensivo si no ocultara la enorme crisis que estamos padeciendo. Esta va más allá del problema vocacional (de todas las vocaciones, incluida la del matrimonio), del de la autoridad o de los rifirrafes entre progresistas y conservadores. El tema es otro. El tema es definir qué es ser cristiano de verdad, y qué podemos considerar, en comportamientos, actitudes y formas de vivir que merece tal nombre o no.

Ya hemos señalado otras veces como en los tres primeros siglos de nuestra era existió una diversidad  teológica y litúrgica muchísimo mayor que la actual, sin embargo da la impresión de que la identidad de la fe era considerablemente más perfilada: la gente, de dentro y de fuera, sabía lo que era ser cristiano, y la fuerza de la institución del catecumenado garantizaba esta realidad. Imagino que la posibilidad, aunque fuera remota, de pagar con la vida dicha identidad contribuía a aclarar mucho las cosas. A partir del siglo IV las cosas cambiaron y el catecumenado fue desapareciendo: ¿Qué sentido tenía, si ya todos los súbditos del Imperio debían hacerse cristianos y el bautismo se administraba a cualquier recién nacido?

Se me dirá que para eso está hoy la pastoral de los sacramentos de la iniciación. ¿Ustedes creen? Déjenme poner un par de ejemplos. Hace unos años una profesora de matemáticas de mi Instituto (numeraria del Opus Dei) me comentaba amargamente que el monitor de confirmación parroquial animaba a tener relaciones prematrimoniales a las muchachas de su “club”. Pueden imaginarse que hay chicos que reciben el sacramento sin haber oído jamás hablar del valor de la Redención de la forma debida, ni del significado de la Resurrección, y sé por ejemplo que hay monitores que han despreciado públicamente las enseñanzas de algún obispo en las pasadas  JMJ. Tengo que añadir que dejé de acudir a las confirmaciones de mis alumnos en una parroquia cercana porque, conociendo como pensaban algunos de ellos,  me parecía estar asistiendo a una simple y desconcertante comedia.

Si para impartir la más sencilla clase sobre, pongamos, el aparato digestivo del caracol, es necesario cuando menos un título de Magisterio o un grado en CC Biológicas, ¿Qué se pide para ser un “maestro” (así lo llama el NT) que instruya al fiel en los Misterios de la Muerte y Resurrección del Señor? ¿No vale la simple confianza de un párroco, que “echa mano de lo que tiene”? Y ¿Tienen claro todos los párrocos que la buena voluntad, o una cierta calidad humana no es suficiente?

Por otro lado, díganme, ¿qué es lo esencial? Si ayudo en Caritas y me emborracho algún fin de semana ¿puede pasar? ¿Es suficiente si acudo a mi comunidad, preparo concienzudamente la eucaristía y participo en ella, pero jamás pienso en los pobres y desheredados? ¿Vale si voy a muchos cursillos para catequistas pero no tengo una fe personal? ¿Y si  “picoteo” en decenas de actividades religiosas, pero no me someto nunca y voy por libre? ¿Puedo ser cristiano cuando nadie me ha enseñado a orar? ¿O cuando critico y expreso violentamente mi genio sin relacionar esto para nada con mi identidad cristiana?

¿?

De verdad, les aseguro que estas cosas no están claras en nuestras Iglesia. No lo están. No sabemos con quien contamos: podemos nombrar “x” de católicos pero no sabemos cuántos discípulos tenemos en realidad.

Es obvio que la época posterior al Concilio ha provocado excesos e indefiniciones (sin que éste tuviera la culpa para nada, dicho sea de paso). Es la hora de retomar un verdadero catecumenado y me atrevería a decir que ésta constituirá una del  tareas  fundamentales de los obispos en el futuro próximo, cuyo papel debe verse reforzado por la Iglesia. Uno de ellos me decía una vez que “no todos los cristianos tienen por qué ser militantes”. Y es verdad, porque la “militancia” (palabra que a mí, antiguo objetor de conciencia, no me gusta mucho) requiere unas características que no todo el mundo tiene. Lo que si tenemos todos es una llamada universal a la santidad, y también a ser discípulos de Nuestro Señor…

¿Y cómo podría hacerse eso en concreto? ¡A ver! Bien, hemos esbozado algunas ideas, pero me parece que un tema así merece un desarrollo un poco más sistemático.

Publicado en www.religionenlibertad.com el 28 de Noviembre de 2011

Josué Fonseca Montes. (Fundador de la Comunidad Fe y Vida)