“Elegir es renunciar”.

Siempre he sido una persona indecisa. Mi tendencia al orden me lleva a la búsqueda de un perfeccionismo que no existe. Tomar decisiones me aterra porque al elegir algo renuncio a lo otro, a algo que podría haber sido mejor.

En este caso tuve que viajar desde Granada hasta Cantabria para tomar una decisión y, poniéndolo más difícil: una decisión que no sabía que tenía que tomar.

Recuerdo exactamente cuándo, dónde, cómo y por qué empezó a crecer en mi cabeza y en mi corazón la idea de cursar la Escuela de Discipulado.

En un verano de distancias, la vida (con el trabajo de muchas personas) se las apañó para juntar a unos cuantos jóvenes de España y de Suiza en un monasterio de Cantabria. Fue un encuentro especial, un encuentro de profundizar en las raíces del cristiano, en la entrega, en la unidad en Jesús. También fueron días de alegría, de respirar (con mascarilla) aire limpio, aire cargado de risas, y de crear relaciones entre los jóvenes cristianos de Europa. Pero sobre todo fue un tiempo de paz.

Ahora cierro los ojos y puedo revivir nítidamente el momento exacto en el que me invadió por completo esa sensación de paz: fue en una oración de alabanza, alzando los brazos hacia el cielo, hacia Dios, abriéndome en canal el corazón para que Él entrara de lleno. Recuerdo también que acto seguido tuve la necesidad de encogerme, de hacerme pequeña a su lado, de sentirme hija y amada. Y cerré los ojos, agaché la cabeza y entrelacé mis dedos para recoger todo lo que estaba dejando en mí. Enseguida un pensamiento intrusivo me asaltó la mente: “tengo que quedarme”, como cuando Pedro le dijo a Jesús “Maestro, qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas (…)” (Lucas, 9, 33). Todavía no sé muy bien si me refería al lugar o al ser.

Los días siguientes del encuentro fueron bonitos, marcados con la paz que sé que es de Dios. Le mencioné mi “pensamiento intrusivo” a un hermano de comunidad y su respuesta fue casi inmediata: ¿Alguna vez te has planteado hacer la Escuela de Discipulado?

Boom.

Pues no, hasta ese momento no me lo había planteado, pero desde entonces mi cabeza no concebía otra cosa.

Me quedé en Santander unos días más acompañando a los suizos y reflexionando sobre la idea de cursar la Escuela de Discipulado que empezaría al final del verano, aunque en mi corazón la decisión ya estaba tomada.

Siempre he sido una persona indecisa, pero cuando Dios decide por mí todo es certeza. Cuando dejo a Dios tomar las riendas de mi vida, las decisiones, que vienen de cumplir su voluntad, vienen sin miedos, sin inseguridades, sin más. Son decisiones que vienen llenas de paz.

La vuelta a Granada supuso una vuelta a la rutina, y las dudas y el miedo se asomaron a mi mente en forma de familia, estudios y zona de confort, pero mi cabeza evocaba una y otra vez esa paz, dejando una sed de Dios que vencía todas las inseguridades.

Tenía claro que, para conseguir esa paz, necesitaba a Dios. Necesitaba hacer de su presencia un hábito e integrarlo en todos los aspectos de mi vida. Necesitaba crecer espiritualmente y completar mi conversión, eligiendo a Dios cada día. En definitiva, estaba lista para aprender a ser una discípula de Jesús, y llevar esa paz a otros muchos que están ahí fuera buscándola.